El progreso en el campo de las obras públicas ha representado una constante carrera en pos de la seguridad, a caballo del desarrollo tecnológico. Y, dicho en general, resultaría un despropósito pretender culpar a los responsables de las infraestructuras de que se hayan producido siniestros antes de la implementación de los sucesivos avances.
Veamos un ejemplo fácilmente inteligible: en España, la administración ferroviaria ha ido suprimiendo los pasos a nivel: de los aproximadamente 10.000 que había a mediados de los años setenta, se ha pasado a la práctica desaparición de todos los que tenían un tráfico significativo de vehículos. Paralelamente, el número de víctimas se ha ido reduciendo de forma muy sensible, aunque todavía sigue produciéndose alguna. Y he aquí la pregunta: ¿sería razonable responsabilizar penalmente a los gestores del ferrocarril por estas víctimas residuales que no se beneficiaron a tiempo de la gran inversión realizada? Hay otros ejemplos igualmente ilustrativos: ¿es razonable enjuiciar a los gestores de la red de carreteras por no haber eliminado todavía una curva peligrosa en la que se ha producido un accidente fatal, que presumiblemente se hubiera evitado si una mayor disponibilidad presupuestaria hubiera permitido avanzar más en la mejora sucesiva de la red?
Estas reflexiones vienen a cuento, es obvio, del desarrollo judicial del accidente de un tren Alvia a las puertas de Santiago de Compostela el pasado 24 de julio, con un saldo trágico de 79 personas muertas. Como es conocido, la comisión de investigación, formada por los mejores técnicos de la especialidad, han atribuido el siniestro a "un exceso de velocidad del tren por no respetar el personal de conducción lo prescrito en el libro horario ni el cuadro de velocidades".
Se trataría por tanto de un fallo humano: el conductor, distraído por una llamada telefónica, no frenó cuando era pertinente hacerlo y el tren descarriló. El accidente no hubiera sucedido si hubiera estado funcionando el sistema ERTMS de gestión del tráfico que se está implementando en la nueva alta velocidad española. Ni siquiera si la línea se hubiese dotado de algunas balizas del anterior ASFA digital, instalado en prácticamente toda la red actual. El tramo acababa de inaugurarse y se abrió, aparentemente, cuando era posible transitar por él, aunque fuera a falta de los sofisticados sistemas de seguridad, lo que requeriría más atención del maquinista. Se podrá decir, en términos políticos, que lo prudente hubiera sido aguardar a que el tramo estuviera completamente concluido? pero de la crítica política al reproche penal hay un abismo. Las objeciones a estas evidencias admiten una reducción al absurdo: ¿sería lógico impedir el tráfico por carreteras con curvas peligrosas, bien señalizadas, sin rectificar?, ¿tendría sentido paralizar la red ferroviaria porque hay pasos a nivel que pueden causar accidentes?
El dolor de las víctimas y de sus familias es comprensible, y es exigible que reciban una compensación económica justa que evite al menos los estados de necesidad derivados del siniestro y sus secuelas. Pero es difícil apoyar la tesis de que deben ser perseguidos quienes confiaron la seguridad de un tren a un maquinista experto, que en este caso no contaba -y él lo sabía- con apoyos técnicos capaces de subsanar sus propios fallos. De este accidente, como de todos los que se producen, se obtienen enseñanzas, y probablemente los políticos revisarán sus decisiones en materia de seguridad, a la vez que los técnicos, sin duda alguna, aprenderán de lo ocurrido para evitar nuevos errores. Y toda la sociedad debe arropar el dolor producido, que no se restañará mediante la injusticia sino sólo a fuerza de cordura y serenidad.
Antonio Papell, periodista.