
Las elecciones europeas del pasado domingo han tenido importantes consecuencias. Más a nivel local que a nivel europeo, pero serias consecuencias al fin y al cabo. Los partidos que se autodenominan antieuropeos han surgido en casi todos los lugares.
En Inglaterra el partido de extrema derecha UKIP, con un programa en contra de las políticas migratorias, ha arrinconado al partido liberal. En Francia, Marine Le Pen con su ultraderechista Frente Nacional ha obtenido 23 escaños: veinte más que cinco años atrás. En Italia, Beppe Grillo aparece en la escena europea, a la vez que los griegos envían a Europa a Amanecer Dorado, un partido de corte neonazi, o, como muchos aseguran, nazi sin paliativos.
También en Alemania ha surgido un extraño partido: Alternative für Deustchland, que busca, entre otras cosas, sacar a su país del euro. En España, el grupo Podemos, un partido difícil de describir por sus propuestas extremas, que van de la alianza bolivariana a una suerte de comunismo elitista, viene a la escena política de la mano de las tertulias televisivas y la fotogenia de su líder, aunque sólo contará con cinco eurodiputados; casi nada como para hacer algo serio en el escenario de la Unión.
Todos ellos, eso sí, partidos antieuropeos que se beneficiarán del sistema democrático de la Unión Europea que les acogerá con todas la prebendas que ello comporta; donde cada euroescéptico contará, entre otras cosas, con un salario de alto ejecutivo, gastos pagados, una suerte de apartamento privado y un asesor-secretario o secretaria de su confianza.
Sin embargo, independientemente de las convulsiones que se hayan dado en algunos países, conviene reflexionar sobre la diferencia que existe entre poder y representatividad. Máxime, cuando la irrupción de estos partidos puede llevar a la conclusión de que el marco político europeo ha entrado en una senda de difícil control, al ver que en algunos lugares, como puede ser el caso de España, el segundo partido del arco político (el PSOE) ha estallado en una profunda crisis. Crisis que, por otra parte, no es nueva, sino que ya existía previamente desde que perdiera las elecciones en noviembre de 2011, aunque ahora se haya presentado con toda su crudeza.
Por lo que compete al Parlamento Europeo, de los 751 escaños, los partidos mayoritarios, PP Europeo y Socialistas y Demócratas (S&D) se reparten, respectivamente, 214 y 191 diputados. Amplia mayoría que, en caso de ver en peligro el camino europeo emprendido desde Maastricht, podría contar, con matices, con la ayuda de otros, como son: la Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa (ADLE), con 64 diputados, Conservadores y Reformistas (CRE), con 46 diputados, e incluso con algunos del grupo de los no adscritos que cuenta con 60 escaños.
Siendo el resto: Verdes/ALE con 52 escaños, Izquierda Unitaria Europea/Izquierda Verde Nórdica con 45 escaños, EFD (Europa de la Libertad y la Democracia), con 38 escaños, que tampoco sería previsible que se sumaran para dinamitar la Unión Europea desde sus asientos. Quedando, por otro lado, los 41 escaños de diputados sin partido político donde podrían recabar los más recalcitrantes. En suma, una enorme mayoría que demuestra el triunfo de la democracia europea, incluso con sus evidentes defectos y problemas. Pues se trata de un sistema que es capaz de acoger a aquellos que están dispuestos a tirar la casa abajo. Un bipartidismo imperfecto si se quiere, pero suficiente para asegurar la marcha de Europa hacia el futuro.
Todo este largo preámbulo conduce a lo que antes se apuntaba: al equilibrio entre representatividad y poder dentro del gobierno democrático europeo. Pues, aún estando abierta la representatividad de partidos o grupos antisistema, no es menos cierto que el poder de la democracia sigue asentándose en las mayorías. Y aunque resulte a veces difícil definir con exactitud lo que es tal poder, no es menos cierto que es muy fácil reconocerlo. Y es que el poder de la democracia, es una fuerza, a veces invisible, pero capaz de producir cambios sorprendentes en la sociedad europea, como se ha visto desde el final de la Segunda Guerra Mundial, o más cercanamente, desde la crisis que ha tenido al euro contra las cuerdas.
Es cierto que quedan muchos cambios por hacer, y serán necesarias muchas reformas para dar estabilidad económica y social a esta compleja Europa en estos convulsos tiempos. Sin embargo, las últimas elecciones no han dado ese vuelco que muchos consideran como la caída del bipartidismo, aunque la suma de las dos fuerzas mayoritarias haya perdido 44 escaños. Ahí están la abstención, los efectos de la crisis económica, los factores demográficos y otras causas menos evidentes que sociólogos expertos explicarán con detalle.
Europa seguirá, a nuestro modo de ver, marcando el futuro del conjunto e influyendo determinantemente en cada una de sus partes. Otra cosa será el devenir de ese futuro según la situación propia de cada país. Y es aquí donde entrarían los análisis de cada una de las naciones que componen el marco europeo. Un análisis que, en el caso de España, se torna hoy difícil, pero que no transmite buenas sensaciones a menos de dos años de la llamada a las urnas para configurar un nuevo Congreso de los Diputados. Entonces ya no valdrá cómo se haya comportando la economía; sino que la estabilidad futura dependerá de cómo los dos grandes partidos hayan demostrado su capacidad para llevar a cabo, desde hoy, una política cercana y acorde con las necesidades más apremiantes de los ciudadanos.
Eduardo Olier, presidente del Instituto Choiseul España.