Firmas

Avanzar y empezar las reformas pendientes

Cierro mis reflexiones estivales sobre nuestra situación económica, animadas por los consejos del FMI y la Comisión Europea, con el asunto de las reformas. Si algo puede salvarse de las declaraciones e informes del FMI o la CE es la preocupación que indirecta o claramente expresan sobre la muy probable tentación por parte de nuestras autoridades públicas o gobiernos de relajar las imprescindibles reformas económicas que precisa nuestra economía, dada la tendencia de mejoría que se vislumbra, y aún está por confirmarse, en sus datos más destacados.

No es que éstos sean buenos, pero no sólo no empeoran sino que empiezan a mostrar cierta recuperación y, dados los costes políticos y mala prensa de ajustes y austeridad necesarios, pueden inducir a los políticos que los soportan a relajar sus tímidas y discutibles medidas. Vaya por delante que los políticos no nos sacan, ni nos sacarán, de una crisis donde fundamentalmente nos han metido. Los gobiernos no crean riqueza ni puestos de trabajo, si bien pueden establecer o favorecer ciertas bases fundamentales que lo hagan posible: buenas leyes e instituciones -que no todas son de carácter público- permiten la prosperidad de las sociedades, de la misma forma que las malas las conducen al caos y la miseria, como hemos comprobado en apenas un par de legislaturas.

Tal es el caso, entre otras muchas, de la reforma laboral, ineludible si queremos dejar de ser uno de los mercados laborales con peor comportamiento de la UE, y esto durante cuatro décadas; la reforma financiera, que todavía tiene recorrido si queremos que las instituciones financieras cumplan con su verdadero e imprescindible cometido en la economía y, sobre todo, de la reforma del sector público, que ni se ha acometido ni se atisba pese al sucedáneo anunciado, si queremos enderezar la nefasta Administración y su ineficiente organización. Pero lo mismo puede decirse de las malas políticas energéticas o educativas, que nos persiguen desde principios de los ochenta, o las más atávicas políticas contrarias a la competencia y favorecedoras de conductas oligopólicas y de sistemas de favores recíprocos que imponen elevados costes a nuestro sistema productivo.

No serán los políticos, ni más leyes o más intervención, quienes nos lleven a una mejora de nuestras condiciones de vida sino, como se comprueba, el trabajo, ingenio, esfuerzo, compromiso y responsabilidad de los individuos que queremos constituir una sociedad justa, que no igualitaria, pues no es posible igualar personas tan diversas y complejas como somos cada uno, que ni siquiera respondemos de igual manera en todo momento o circunstancia.

Cuando se habla de igualdad hacemos referencia al principio de "igualdad ante la ley" (la ley obliga a todos por igual, con independencia de nuestras peculiaridades), que es base del Estado de Derecho, y no a esa perversa interpretación de quienes buscan implantar una sociedad en que unos vivan a costa de otros (no es posible que todos lo logren a un tiempo) que es la "igualdad mediante la ley".

Nuestro principal problema es que, aquí, ajustes, esfuerzos y recortes se han entendido y aplicado de forma unilateral sobre los ciudadanos y muy poco, salvo mero maquillaje, para recortar representaciones y gastos inflados con el pretexto de una falsa democracia que impide a los ciudadanos -tampoco la Ley de Transparencia parece aportar grandes cambios efectivos- pedir verdaderas cuentas a sus representantes, que pueden gastar en boato, fuentes, caños y rotondas, polideportivos, polígonos industriales o identidades propias pero cobran hasta por ir al campo o recortan en otros servicios propios de la Administración, como bomberos o seguridad. Siempre habrá un antagonista a quien echar las culpas y señalar como ladrón.

Bien harían nuestros administradores, del nivel que sean, en tomarse mucho más en serio la reforma del sector público -impuestos incluidos- más no parece que estén dispuestos a cercenar, ni siquiera mínimamente, sus posiciones de dominio o poder. Visto el sistema de prebendas y provechos, ¿cómo lograr una racionalización del número de políticos, representantes, administradores o empleados públicos... y todas las oficinas, organismos, entes, instituciones y empresas públicas, así como medios materiales, financieros y de cualquier tipo puestos a su disposición? Y vistas las visceralidades que planean por España, ¿cómo lograr que, por ejemplo, los más de 8.100 municipios existentes queden en una cifra razonable no superior a 2.500, tal como hicieron en su día Bélgica, Holanda, Alemania (recientemente de nuevo y junto con Grecia e Italia), Dinamarca, Suecia... tras la II Guerra Mundial? A las cifras de las Administraciones Públicas, y las personas dedicadas a lo político-administrativo, habría que aplicarles un factor de corrección de 1/2 o incluso de 1/3.

Ninguna Administración ha sido austera, ni ha realizado ajustes, salvo los precisos ante una situación de bancarrota. Las últimas cifras de gastos, déficit y deuda pública demuestran lo que sabíamos: el sector público gasta y se endeuda más, de modo que lo minorado de alguna partida es añadido a otras, donde incluso se supera lo supuestamente ahorrado. Se pongan como se pongan, mientras familias y empresas han cerrado o parado, reducido gastos, disminuido sus enormes deudas y soportado subidas de precios (!) y mayores cargas fiscales, el gasto público no financiero (su total y su techo) se han elevado, el déficit público apenas se ha reducido un par de puntos -incluso con los mayores impuestos- y el endeudamiento público es peligroso; y eso sin incluir las deudas de empresas públicas, la deuda energética y alguna otra a fondo perdido, como la del FROB.

Fernando Méndez Ibisate, profesor de la Universidad Complutense de Madrid.

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