Gibraltar es una roca, un peñón, una punta de tierra y una fuente de noticias en este mes de agosto a causa de los bloques de cemento, los controles en la verja y la tensión diplomática. España limita al Sur con tensiones diplomáticas en Gibraltar y en el reino alauita y limita al Norte con Bruselas y con Olli Rehn. España limita siempre con rocas indesgastables, con peñones ásperos donde la soberanía es de otros.
De aquel Gibraltar español que hace años asomaba en pintadas a las paredes de las ciudades a la actual implicación relativa de Bruselas en el conflicto ha pasado mucho tiempo. Pero no ha pasado nada más que el tiempo. Solo han pasado hojas de calendario durante trescientos años, desde que en 1713 se firmara el Tratado de Paz y Amistad entre Reino Unido y España con el que se selló la pérdida de Gibraltar.
Ha pasado también algo más. Ha pasado que Gibraltar ha construido todo un artificio terrestre y marítimo, una ingeniería civil y política con la que hacer un expansionismo desaforado que roza ya el imperialismo del ratón, convencido del apoyo del león británico.
Y todo eso se ha hecho sobre la actitud divergente de los propios españoles, incapaces por tradición de mantener proyectos comunes, se ha hecho sobre la aquiescencia de los sucesivos gobiernos, sobre el silencio, ni siquiera cómplice, ni siquiera interesado, sino simplemente torpe y cómodo de la sociedad española que ha venido viendo cómo esa punta de Europa se convertía en puerto, en helipuerto, en aeropuerto, en territorio comanche cada vez más extenso, en soporte de negocios ilegales, en el domicilio de miles de empresas cuya única vinculación real con Gibraltar es un apartado de correos. Tanto que, según diversas estimaciones, cerca de treinta mil empresas, entre activas y fantasmas, están domiciliadas en esa roca.
Y ahora el ministro de Exteriores ha tocado la campana en el patio del colegio y ha dicho que se acabó el recreo. El propósito es muy bueno y se trata, sin duda, de un paso importante en la buena dirección. Pero la realidad es que habrá recreo durante mucho más tiempo como hay recreo en todos los paraísos fiscales y en todos los territorios liberados de las normativas tributarias. Habrá recreo porque los paraísos fiscales tienen larga vida por delante, algo que sabe especialmente Reino Unido porque la mayoría de estos refugios del dinero opaco están bajo jurisdicción británica (Caimán, Islas Virgenes, Bermudas, Gibraltar, Isla de Man, Jersey?). Las grandes compañías internacionales y las fortunas individuales no quieren dejar de usar los sistemas financieros para esconder su riqueza y evadir el pago de impuestos.
Conviene a la mala conciencia europea, a los mecanismos financieros internacionales, al sistema establecido, que en mitad del agua de un océano cualquiera, despunte una isla donde el dinero pueda descansar de las normas comunes, un refugio para el producto del negocio legal o ilegal, una de esas islas donde los robinsones de otra época han puesto una oficina bancaria debajo de cada palmera. Y conviene Gibraltar aunque no convenga al interés de los españoles.
El recreo no se acabará tocando en el patio la campana, sino tocando la ética política del G-8.
Juan Carlos Arce, profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad Autónoma de Madrid.