
La necesidad de una reforma educativa no es dudosa: tenemos actualmente un modelo que arroja un abandono escolar del 24,9%, un paro juvenil del 57%, un porcentaje de jóvenes que no estudian ni trabajan de más del 24%, y unos resultados académicos que nos sitúan en el furgón de cola en los baremos del Informe Pisa.
Y, paradójicamente, no es por falta de recursos (aunque los recortes no han ayudado, evidentemente, a producir una mejora sino al contrario): en el curso 2010-2011, invertimos en educación 52.721 millones de euros (la cifra se ha duplicado en poco más de una década) y el gasto público en enseñanza pública y concertada en el tramo no universitario por alumno fue en 2011 de 5.484 euros/año, aproximadamente un 20% por encima de la media de la Unión Europea.
A todas luces, no hace falta aplicar más recursos sino utilizarlos mejor mediante una reforma a fondo del modelo. El descubrimiento de esta evidencia es antiguo: el anterior ministro de Educación, Ángel Gabilondo, ya tomó conciencia de él, y se dispuso a poner en marcha una reforma cualitativa, convencido de que el problema requería una buena solución técnica pero sobre todo una solución consensuada. Trabajó lo indecible para conseguirlo, y llegó a ofrecer al Partido Popular, entonces en la oposición, concesiones que sus propios compañeros de partido contemplaron con preocupación, pero el clima encrespado de la legislatura no permitió el acuerdo, que hubiera sido balsámico para un problema que es una rémora del futuro.
Wert, aupado en la mayoría absoluta del PP, ha decidido en cambio abordar el asunto con criterios predominantemente ideológicos. Ha desmantelado el espíritu de la LOGSE y ha pretendido implantar la llamada cultura del esfuerzo mediante una intervención más directa del Estado en la fijación del sistema, una mayor apelación al trabajo individual, un mayor control de los alumnos basado en dotar de más autoridad al profesorado, todo ello encaminado a un modelo más 'realista' que desvíe prematuramente a los menos capaces hacia la formación profesional, etc.
Resumidamente, el proyecto de Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Educación tiene tres elementos: uno primero innovador, de búsqueda de nuevos caminos educativos, que introduce reválidas, exige más esfuerzo, tutela más escrupulosamente las materias lectivas; lógicamente, estos aspectos de la nueva norma generan adhesiones y rechazos pero no sería imposible conseguir sobre ellos un gran acuerdo.
El segundo elemento, más polémico, es el adelanto de los itinerarios: los alumnos menos aprovechados son desviados antes -a los 14 años- hacia la formación profesional para dejar el camino expedito a los demás; las fuerzas progresistas difícilmente aceptarían estas medidas, que atacan directamente la igualdad de oportunidades en el origen, que ha de ser el gran designio del sistema educativo.
Finalmente, la futura ley tiene elementos dogmáticos, que los adversarios del PP califican de sectarios. De un lado, la ley comporta una fuerte recentralización de los contenidos educativos y se inmiscuye en el modelo catalán; de otro lado, la eliminación de la Educación para la Ciudadanía, en contra de la opinión del Consejo de Estado y a pesar de que la asignatura en cuestión está en prácticamente todos los países de nuestro entorno, y el retorno de la Religión al rango de las asignaturas evaluables y computables constituyen obstáculos insalvables para cualquier acuerdo, a priori y a posteriori, cuando por realismo todo el mundo deba sacar lo mejor de la norma de la que dependerá en cualquier caso la calidad de la educación futura? hasta que la primera alternancia dé al traste con ella.
Es legítimo que, después del fracaso del modelo vigente, el Gobierno quiera intentar suerte con otras pautas. Pero debieran saber los especialistas del PP que es muy difícil que arraigue y fructifique un modelo educativo muy sesgado que nace con una fortísima oposición ideológica dentro y fuera del sistema. Porque, además de pretender imponer grandes cambios sin el necesario debate, Wert ha tenido buen cuidado en irritar a todos sus adversarios políticos e ideológicos. La gran mayoría parlamentaria del PP hubiera hecho posible el consenso a poco que el gobierno hubiera tenido cierta grandeza de miras, en forma de alguna condescendencia con la oposición y de la comprensión con las comunidades más celosas de sus competencias. Pero no: la futura ley educativa nace rígida y por lo tanto efímera, como todas las anteriores.
Antonio Papell, periodista.