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¡Socorro! Los negocios zombis han vuelto

En los años 70 los políticos de toda índole estaban decididos a evitar que el paro subiera por encima de un millón. Acabó alcanzando los 3,2 millones en los años 80. Los intentos de poner un techo al desempleo llevaron a una inflación desmesurada y a un desalentador comportamiento de la productividad.

El Reino Unido era el enfermo de Europa, una nación que había perdido el rumbo. Finalmente, por medio de una difícil revolución política e intelectual -que empezó con James Callaghan, no con Margaret Thatcher- el consenso de los años 70 fue rechazado. En su lugar llegó un periodo inicial de angustia inimaginable. Después el nivel de vida subió mucho más rápidamente.

Hoy ha vuelto un cómodo consenso al estilo de los años 70. Es verdad que los laboristas están más por un poco de estímulo fiscal mientras que los conservadores tienden hacia la austeridad, pero ambos hacen la misma suposición de base: cualquier caída a corto plazo del crecimiento es sólo temporal, gracias al estímulo monetario. Si consigues que la macroeconomía vaya bien, sostiene este razonamiento, lo demás encajará en su sitio.

Hay algo extraordinariamente complaciente en esta conclusión. Como en los 70, la política se centra en la demanda en lugar de en la oferta. Como en los 70, esto tiene un coste. No es tanto que la inflación sea increíblemente alta -estamos muy lejos del pico del 26,9% de 1975-, sino que la productividad es patéticamente baja.

En los tres últimos años casi no ha habido cambios en la producción por hora. En la década que acabó en 2010 el incremento medio anual fue de un mero 1,2%. Compárese con el 2,6% de los años 90, con el 2,4% de los 80, y con el 1,8% de los 70. La crisis financiera ha sido terrible, pero lo cierto es que la podredumbre comenzó mucho antes: entre 2000 y 2007, supuestamente un periodo de bonanza, la subida media anual fue sólo de un modesto 2,1%.

Al igual que los políticos, las empresas también parecen tener la esperanza de que el crecimiento volverá pronto; han mantenido al personal mientras la productividad menguaba, un proceso que no puede hacer más que dañar la competitividad a largo plazo del Reino Unido. Eso provoca una posibilidad incómoda: las cosas pueden estar a punto de ponerse mucho peor.

En los años 70 la desalentadora productividad estaba asociada en parte a industrias nacionalizadas que no sabían lo que era producir bienes que realmente alguien demandara. Todo el mundo se preguntaba por qué en British Leyland creían que venderían miles de unidades de Austin Allegro amarillo mostaza con volantes cuadrados. Las industrias nacionalizadas se volvieron gigantescos proveedores del Estado de bienestar, más interesados en servir a los intereses de los empleados que en producir algo que los consumidores desearan.

Indirectamente podemos estar viendo efectos similares hoy. La adicción al rescate keynesiano está muy bien si la estabilización del empleo viene acompañada de un sustancial incremento de la demanda. Frente a una productividad tambaleante, el peligro es que el empleo se estabilice sólo a base de dejar que las compañías se hagan adictas a la flexibilización cuantitativa, al debilitamiento de la divisa y a otros medicamentos regulatorios. Es posible que esos medicamentos sólo estén disimulando un empeoramiento subyacente de la posición competitiva del Reino Unido.

La defensa de los reguladores de nuestros días es la esperanza de que la demanda rebotará pronto. Ésa, al fin y al cabo, es la afirmación que hacen habitualmente la coalición, la independiente Oficina para la Responsabilidad Presupuestaria y el Banco de Inglaterra. Sin embargo, las persistentes caídas de la productividad brindan un relato distinto. Puede ocurrir que, en su apuesta por sostener la demanda, los reguladores estén dañando el potencial de la oferta en el Reino Unido. Para entender por qué, véase el decepcionante impacto de las políticas diseñadas para salvar la economía. A nivel interno, se supone que nos deberíamos beneficiar de la flexibilización cuantitativa. A nivel internacional, aparentemente estamos aprovechándonos de una libra débil. Pero en ambos cómputos los resultados han sido mucho peores de lo esperado.

El gasto de capital está hecho polvo. El comportamiento comercial del Reino Unido es desalentador. Las cifras de enero fueron realmente deprimentes, con una caída del 3,5% en exportaciones de bienes a lo largo del pasado año. La flexibilización cuantitativa ha mantenido bajos los costes de crédito, pero es posible que haya mantenido con vida compañías zombis que en circunstancias normales habrían ido al paredón. Puede que la debilidad de la libra esterlina haya conseguido otro tanto, al permitir a empresas ineficientes mantener sus ineficientes negocios durante demasiado tiempo. Y con esas compañías sobreviviendo se reduce la posibilidad de que nuevas y eficaces empresas se ganen una posición en el mercado.

Por tanto, es posible que nuestro sistema financiero esté convirtiendo algunas compañías en los equivalentes del siglo XXI a las industrias nacionalizadas de los años 70, mantenidas con vida por los subsidios monetarios, en lugar de por el contribuyente. Mientras que en los 70 el impacto en los contribuyentes era claro, hoy el daño sólo lo sienten de forma indirecta, por la pérdida de poder adquisitivo gracias a la debilidad de la libra.

El resultado es la mayor contracción en los ingresos reales de los hogares desde los años 20 del pasado siglo. Ésa puede no haber sido una mala cosa a corto plazo: seguramente es mejor hacer que todo el mundo sufra un poco que colocar toda la carga en aquéllos que se quedan sin trabajo. Pero esto sólo funciona hasta cierto punto. Si la productividad no consigue recuperarse, no pasará mucho tiempo hasta que se imponga una nueva realidad a medida que el desempleo inevitablemente suba y el sacrificio a corto plazo haya sido en vano.

Todo esto indica que los problemas económicos del Reino Unido son anteriores a la crisis financiera: gran parte de la subida del empleo en los años buenos se consiguió en sólo tres áreas: la construcción, los servicios financieros y el sector público. Es fácil ver que las tres eran parte de la misma burbuja, la que ahora ha estallado. La pobre productividad del Reino Unido no podrá remediarse fácilmente hasta que se reconozca este dato brutal. Mientras, es posible que lo único que estén haciendo las políticas de gestión de la demanda es mantener con vida a los zombis. Al hacerlo, Reino Unido puede estar condenándose a un bajo crecimiento a largo plazo.

Stephen King, economista jefe del grupo HSBC.

©The Times

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