Parece que al menos desde el Imperio romano las variaciones en el valor del dinero, el efecto que verdaderamente han tenido ha sido en los precios, bien haciéndolos subir cuando había exceso de acuñación o se quitaba contenido metálico a las monedas, o bien bajaban los precios cuando, por la razón que fuera, disminuía el dinero en circulación.
De ahí que como mínimo desde Aristóteles se considerara la estabilidad del valor del dinero como un bien en sí mismo, porque si el valor del dinero es estable, entonces también los precios lo serán, y los precios y concretamente los precios relativos son el sistema de información más fiable con que cuentan los agentes económicos en las economías libres para la toma de decisiones.
Se necesita estabilidad política
Pero para eso siempre, y ahora más que nunca, se necesita estabilidad política y un marco institucional que garantice una estructura de incentivos que potencie el crecimiento económico. Porque, cuando existe inestabilidad política y degradación de las instituciones con todo lo que esto implica, entonces la incertidumbre y la falta de confianza se adueñan de las mentes de los agentes económicos. Incertidumbre y desconfianza que aumentan ante la mediocridad de la clase dirigente cuando no simplemente corrupta. Lo de la mediocridad es un mal generalizado a nivel internacional; lo de la corrupción atañe más a las clases dirigentes de los países periféricos del sur, y especialmente a la española.
Pues bien, volvamos a los orígenes; Aristóteles postulaba tanto en la Ética a Nicómaco como en Política que el valor del dinero fuera estable. Para ello se muestra partidario del dinero mercancía, esto es, del dinero metálico, y ello porque la exigencia de preservar la equivalencia en los intercambios implicaba el pleno contenido metálico de las monedas, lo que significa la igualdad entre el valor facial y su valor intrínseco.
En la época medieval se añadieron dos nuevas razones para mantener el pleno contenido metálico como única forma de mantener estable el valor del dinero: el respeto sagrado del contenido de los contratos y la no alteración de la distribución del producto. Estas dos ideas las puso de manifiesto en 1313 el teólogo dominico Juan de París, que enseñaba en la universidad del mismo nombre.
Desde finales del siglo XIII y principios del siglo XIV y durante el siglo XV, y después a finales del siglo XVI tomaría el testigo el jesuita español Juan de Mariana, los teólogos de la Universidad de París no dejaron de denunciar cómo los gobernantes, en su afán recaudatorio y abusando del derecho considerado absoluto sobre la gestión del dinero, se comportaban como auténticos tiranos al alterar el valor de las monedas sin el consentimiento de la comunidad. No estoy defendiendo el patrón oro.
Todo esto viene a cuento porque el diagnóstico de la crisis cada vez más generalizado consiste en que estamos en una crisis de demanda, esto es, el problema es una insuficiencia de la demanda efectiva y, en consecuencia, la única forma de salir de este callejón sin salida es a través de un aumento del gasto público. Y, ante las dificultades de financiación vía impuestos o a través de la deuda pública, los defensores de este diagnóstico, aunque no se atreven a defenderlo abiertamente, postulan financiar el gasto público con el recurso al aumento de la cantidad de dinero y acusan a las políticas de oferta y de equilibrio macroeconómico de profundizar en la recesión. Es lo que denomina Keynes "la inflación como método de recaudación". Los pseudokeynesianos debieran leer a Keynes, pero sobre todo su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria, y, para prevenir el envilecimiento del dinero hacia donde caminamos a pasos agigantados, debieran leer también Las consecuencias económicas de la paz.
Victoriano Martín, catedrático de Historia del Pensamiento Económico. Universidad Rey Juan Carlos.