Firmas

Crisis corporativas: directivos bajo sospecha

Hay una conciencia general de que la profundidad de la crisis -por duración, intensidad y complejidad- ha provocado daños que trascienden lo meramente económico. Los efectos en el tejido social, el empobrecimiento general, el desamparo de muchos, la falta de perspectivas han originado una clara modificación de los valores sociales que está trastocando gravemente las percepciones de la realidad: los ciudadanos, y con ellos los medios de comunicación, enjuician actitudes y comportamientos desde exigencias éticas nuevas, a veces improvisadas en función de los sucesos, que chocan en muchas ocasiones con los que, hasta ahora, se tenían como principios válidos de actuación.

Ya no es suficiente con cumplir estrictamente la ley, aun con suficiencia; no basta con respetar los criterios de buen gobierno establecidos; apenas satisface el respeto a los procedimientos y tiempos de la justicia: ahora se demandan respuestas inmediatas, se exigen compromisos casi imposibles, se busca la sanción rápida y ejemplar, se rechazan las llamadas a la prudencia? Las redes sociales y los foros hierven como una plaza pública que pide las cabezas de los culpables, y a ellas se suman, aun con ciertos reparos más estéticos que éticos, periodistas, políticos, sindicalistas y otros creadores de opinión.

Este escenario es a la vez causa y consecuencia de la quiebra de la confianza en los líderes, ya sean estos políticos, sociales o empresariales, convertidos para muchos en responsables de los males que nos aquejan. Este artículo se centra en aquellos últimos para, desde el análisis de las razones que han motivado la pérdida de su credibilidad, proponer estrategias que ayuden a restaurar la reputación dañada.

Escenario 1: sospechosos habituales

Desde que comenzara la crisis, tomar decisiones en la empresa se ha convertido prácticamente en sinónimo de generar un daño a un tercero: recorte de gastos, reestructuraciones, incremento de precios, reducción de oferta, modificación de condiciones, etc. Las iniciativas que serían valoradas como positivas en otros momentos (por ejemplo, el anuncio de nuevas inversiones, la adquisición de otra empresa) son acogidas con recelo por traer aparejadas exigencias adicionales de control y organización (ver el caso de Nissan en Barcelona).

El malestar que muchas medidas producen no sería suficiente, sin embargo, para explicar las razones profundas de la pérdida de confianza en empresarios y directivos. Hay un factor que lo fundamenta mejor, y es la muy extendida idea de que unos y otros no fueron capaces de anticipar lo que podía suceder, que aprovecharon los momentos de bonanza para su enriquecimiento y no fueron previsores, y de que ahora hacen caer el peso de la crisis sobre los más desprotegidos (empleados, proveedores y clientes).

A la luz de este pensamiento, cualquier decisión empresarial que se adopte encierra un oscuro propósito: incrementar los beneficios de accionistas y directivos a costa del sacrificio de los demás. Quien haya conocido de cerca un proceso de reestructuración habrá escuchado esta afirmación constantemente.

En definitiva, todo directivo está bajo sospecha, y con él, la propia compañía. Decir en este punto que la solución es hacer bien las cosas en los buenos tiempos es una obviedad necesaria. Algo tan simple (pero, desgraciadamente, tan poco frecuente) como relacionarse en pie de igualdad con los stakeholders de la empresa, escuchando y respondiendo con honestidad a sus preocupaciones y compartiendo nuestro proyecto, sirve de magnífico antídoto frente al veneno de la desconfianza. He conocido muchos casos de empresas que hoy necesitan explicar las razones de los ajustes a la luz de los malos resultados, ¡y que no cuentan siquiera con canales de comunicación interna, o que nunca han informado de la marcha del negocio!

La crisis, por tanto, ha provocado un cambio radical en la gestión de las empresas, obligando en muchos casos a frenar o abandonar logros que se habían alcanzado en ámbitos como el de los recursos humanos, la gobernanza, o la responsabilidad social, para fijarse, como objetivo primero salvar la situación en unas circunstancias muy complejas. Sumemos a ello los problemas asociados al management derivados de la crisis- denuncias por malas prácticas, ceses de ejecutivos, procesos de insolvencia, sanciones, intervención de organismos reguladores, etc.- y estaremos en un escenario reputacional muy negativo que abre el siguiente capítulo de esta reflexión.

Escenario 2: presunto culpable

Asistimos a un largo desfile de directivos condenables/condenados, expuestos en mayor o menor medida a la luz pública. Las páginas de la prensa, las salas de tribunales, los programas de televisión o las redes sociales dan testimonio de este fenómeno, cuya principal característica es la perversa alteración de la presunción de inocencia. Surge el falso ídolo de la ejemplaridad, al que se sacrifica cualquier atisbo de racionalidad jurídica. Queda apenas el "derecho a la defensa", despreciado por muchos que sólo lo ven como un escollo en su objetivo de descubrir culpables e imponer penas.

En medio de este panorama, la tesitura a la que se enfrenta un directivo señalado por la sospecha es especialmente dura. No importa el grado de exposición mediática que lo acompañe: incluso cuando ésta no existe, son casi inevitables las referencias en redes sociales y, con ello, el riesgo de una permanencia dolorosa en Google? El entorno más cercano del directivo se ve afectado, y las dudas, desafecciones personales o profesionales y tomas de posición -a favor o en contra- marcan su día a día. El aislamiento es imposible.

La visión a largo plazo se erige en el consuelo más habitual ante estos problemas: el tiempo pondrá todo en su lugar, la justicia acabará imponiendo la verdad (así que pasen varios años). Se libra una guerra, y lo importante es ganarla - se dice- aunque la victoria nos encuentre desangrados, con una larga lista de malas noticias almacenada en Internet y nuestra reputación por los suelos. Ante esta realidad, el viejo axioma militar de que "más vale perder una batalla que la guerra" se relativiza.

El presunto culpable debe reaccionar para evitar el deterioro de su imagen personal - y por ende, la de su compañía- prestándose a la batalla, afrontando cada hito o circunstancia del proceso que se abre ante él o ella. Cambia el paradigma de la comunicación: frente al mutismo, la respuesta medida y adecuada; frente al aislamiento, la relación directa y franca con los grupos de interés; frente a los rumores, la propia versión de los hechos. Se hace precisa una estrategia de comunicación personal que identifique los escenarios de riesgo, anticipe su evolución, y ajuste las reacciones en tiempo, forma y tono, sin dejar nada al azar.

Arturo Pinedo, socio director general de Llorente & Cuenca Iberia.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky