El régimen político que empezó hace 35 años está dando síntomas de agotamiento. Aunque la corrupción es un fenómeno mediáticamente sobrevalorado, no son los medios los que han creado el problema, sino unas estructuras de poder que han profesionalizado tanto la política que apenas hay intercambio con otros estamentos de la sociedad y todas las aspiraciones del colectivo se han de cumplir a cargo del presupuesto, hasta dejarlo exhausto.
La necesaria reforma de la Administración se frena por los intereses de los políticos profesionales que, encumbrados por los partidos a diferentes puestos, sólo pueden ver en la desaparición de estructuras su acomodo en las listas del paro, ya que muchos no tienen ni oficio ni beneficio en otro sitio.
Esta deficiente estructura social y política conduce a un aislamiento de la clase política, que se distancia de los problemas ciudadanos y se enreda en una guerra por el poder en la que la corrupción no deja de ser un instrumento de táctica política, no tanto para erradicarla, sino para acorralar al adversario. Como los casos, al final, acaban por afectar a todos, se van tapando las vergüenzas unos a otros con la podredumbre del oponente, proceso agotador que supone el desprestigio de todos.
Se extiende la opinión, algo exagerada, de que los políticos sólo pretenden robar, cuando muchos lo que buscan es comer, y el desapego popular se evidencia en la impopularidad de los líderes y en el desgaste de los partidos mayoritarios. Si las encuestas del CIS se consolidan, el bipartidismo a nivel nacional, que nace poco después de la transición, podría estar camino de romperse por un electorado asqueado, aunque no hay que concederle a esto más valor que el de una foto movida, puesto que muchos españoles suelen nacer siendo de un partido político al que, maldiciendo, votarán una y otra vez pase lo que pase, como si de un equipo de fútbol se tratara.
Tenemos un Gobierno blindado por una holgada mayoría absoluta, cuya impopularidad va en aumento y acorralado mediáticamente por viejos casos de corrupción. Pero las mayorías absolutas impiden mayores crisis y el Gobierno está protegido por el Parlamento, del que emana, de tal suerte que su posición es en la práctica inexpugnable, aunque fuera acusado de haberse comido a los mismísimos niños de San Ildefonso.
Así que el asunto no puede ir más allá que la bronca diaria y el titular ingenioso, y mañana veremos cómo la oposición, que anda tan ufana mordiendo la moqueta que el Gobierno pisa, recibirá varias andanadas de su propio chocolate en forma de otro escándalo. La risa va por barrios.
Esperanza de depuración escasa
Las esperanzas de depuración son tan escasas como escasa la posibilidad de que el régimen evolucione de alguna forma, pues quienes lo pudren son los mismos que lo dirigen y desgraciadamente las más altas instancias del Estado están cercadas por el mismo fenómeno. Pero el daño a la imagen y al prestigio de España en el contexto internacional sobredimensiona el impacto directo que la corrupción tiene en nuestro sistema económico, aunque el indirecto sea enorme, puesto que aquí es posible hacer negocios sin mordidas y la corrupción se circunscribe a un cierto saqueo estructural de los recursos del Estado por una clase política numerosa y éticamente poco instruida.
Peores consecuencias tiene que quienes deben regir la cosa pública, ya desde el Gobierno o desde la oposición, malgasten sus escasas energías en su propia guerra, atendiendo poco a los problemas de todos, que van más allá de esas batallas tácticas. Lo que los españoles sacan de la corrupción no es sólo el daño económico directo que ocasiona la malversación del dinero público y la elefantiasis administrativa, sino la pérdida de foco sobre los problemas reales de la economía, situación que agudiza nuestro empobrecimiento. No hay un debate serio de casi ningún asunto público porque los partidos se pierden en la propaganda populachera y fácil, con mensajes de bajo nivel para que puedan ser entendidos por las capas más populares de la sociedad.
No se habla de la necesaria política de reindustrialización, ni de la terrible dependencia del petróleo y cómo acabar con ella, ni de cómo mejorar la formación para el empleo, ni de investigación y la ruina de la universidad pública, tan burocrática e inútil, ni de cómo darle la vuelta a este país para que el sector público deje de expulsar a la economía privada por su excesivo peso y crecientes necesidades de financiación. No hay apenas debate sobre el papel de las regiones y cómo evitar las duplicidades de competencias, problema siempre pospuesto al calor de un regionalismo que esconde su propia corrupción local.
Éstos y otros, los verdaderos problemas de España, permanecen ocultos, y los partidos, en lugar de debatirlos y alcanzar acuerdos, siendo tan meridianamente claros nuestros males, sólo andan intentando no perder el poder o alcanzarlo. Y así, ayunos de verdaderos líderes para España que trasciendan su pequeño liderazgo de partido, seguiremos levantándonos con la corrupción y acostándonos con la miseria.
Juan Fernando Robles, profesor de Finanzas.