Los datos de la EPA no por esperados son mejores: el empleo sigue siendo el talón de Aquiles de la economía, y la falta de capacidad pública y privada para modificarlo es nuestro principal riesgo. Sin empleo, o con trabajos mal retribuidos que animan a quienes los ocupan a buscar destinos más propicios o a mantener una ocupación intermitente, el consumo, los ingresos fiscales y el tono vital del país (constitución de nuevas familias y negocios) están deprimidos, tanto cuantitativa como cualitativamente.
La eliminación del empleo público, por la amortización de plazas de quienes se jubilan, rescisión de contratos y convenios con ONG y empresas, supone que el ajuste no sólo se asentará sobre los sectores que tuvieron crecimientos anómalos con las burbujas financiera e inmobiliaria, sino que destruye elementos consustanciales en la recuperación económica, como la investigación, la innovación tecnológica o los servicios de asesoramiento y de acción social. No hay demasiado margen para el optimismo, más o menos desaforado, que exhiben los gobernantes.
Con bastante retraso en relación con la normalización de los mercados financieros, el mercado de trabajo en España soporta las crisis en forma de L con una base elongada, cuyos elementos se alejan de la posición de equilibrio. La primera crisis del petróleo sólo fue absorbida con el ingreso de España en la, entonces, Comunidad Económica Europea. Y la crisis de los noventa produjo crecimientos promedios de la ocupación en las dos últimas décadas del siglo sólo ligeramente superiores al 2 por ciento.
Ahora mantenemos un mercado de trabajo menos rígido, pero la demanda se concentra en parte en puestos con una cualificación media y alta, mientras que existe una amplia bolsa de desempleados que han abandonado sus estudios con una cualificación débil o muy débil. Como denunciaban hace décadas algunos sociólogos, la principal desigualdad social sigue siendo la falta de conocimientos y de capacidad para adquirirlos. Y pese a esto reducimos calidad e intensidad del esfuerzo educativo.
Urge un esfuerzo para este sector de parados, que en términos EPA puede llegar a los dos millones. Esta tarea precisa de un amplio acuerdo, para el que sería fundamental que el Gobierno y sus publicistas dejaran de cocear a sindicatos, a sectores enteros de trabajadores públicos y a la oposición. Porque si el Gobierno piensa que con su mera estancia en el poder los problemas se resuelven, aunque sea con más retraso que en las previsiones iniciales, no vamos a ninguna parte.
No estaría de más que en este gran acuerdo fuéramos capaces de acordar cómo ocuparnos de los problemas, en vez de preocuparnos por ellos. No existe otro país europeo en el que las cifras de la EPA sean tan reverencialmente aceptadas, y a veces tan mal interpretadas, como la permanente confusión entre familias con todos sus miembros en el paro y familias con todos sus miembros en edad activa (en centenares de miles de casos, viudas, divorciadas o mujeres de pensionistas) en paro. Nuestra EPA, no se me interprete mal, se corresponde con las metodologías imperantes en la UE y está magníficamente realizada por los excelentes profesionales del INE. Pero invito a leer un documento disponible en la página web del propio Instituto titulado "Evaluación de la calidad de la EPA", cuyos últimos estudios se han realizado sobre las encuestas de 2011. En éste se contienen afirmaciones tan razonables, referidas a los parados, como "esta modalidad es tradicionalmente una de las más difíciles de recoger" (¿?), así como datos que indican que de las viviendas seleccionadas son encuestables el 78,42 por ciento, de las cuales se llega al 84,52 por ciento; un 10,88 por ciento no se encuestan por ausencia, y un 4,60 por ciento por negativa, y en algunos casos en los que no puede recogerse la información se utiliza la procedente de respuestas anteriores (aunque pueda suponerse precisamente que la incidencia esté motivada por un cambio en la situación).
Tal vez nos resultaría más fácil crear el empleo que destruimos si diéramos una imagen menos apocalíptica de nosotros mismos, que se traduce pésimamente al exterior. Pero, para esto, el primero que debería dejar de descalificar a empleados públicos, sindicatos y oposición sería el propio Gobierno.
Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social (2004-2011).