
Pocas personas conocen que la raíz de nuestro sistema de pensiones de reparto se encuentra en la quiebra de las mutualidades de trabajadores, sometidas por los gestores franquistas a una permanente incautación de sus cotizaciones, que se producía obligando a las entidades gestoras a invertir en títulos de la deuda (del INI, del Estado, etc.), con una rentabilidad muy inferior a la inflación.
Como el sistema nacía para subvenir a las obligaciones precedentes, había, de un lado, que reconocer con generosidad las prestaciones, para evitar que quedaran excluidos quienes habían cotizado de buena fe a las anteriores entidades. Como esta configuración jurídica generosa era imprescindible pero insostenible, la sostenibilidad se fijó al deterioro de las prestaciones, que se desvalorizaban cada año sin revalorizaciones periódicas con una inflación de dos dígitos.
En la España de hoy, el deterioro de las prestaciones vendrá producido por la disminución de los ingresos del sistema, consecuencia de salarios y bases de cotización reducidos, que no tienen capacidad de generar las pensiones superiores producidas hasta ese momento. Podrían habilitarse fórmulas que concentraran una mayor parte de la cotización en las pensiones, reduciendo otras contingencias en las que puede contenerse el gasto o modificarse los procedimientos de reconocimiento y gestión. Pero el actual Gobierno ha tomado la decisión de salvar sus muebles electorales, de un lado, y estrujar las nuevas prestaciones, de otro, con una normativa en cambio constante, con menosprecio de la seguridad jurídica y de las expectativas de los cotizantes.
La decisión es grave, como grave es la situación. La tasa de dependencia, que en el sistema de pensiones mide la relación entre cotizantes y pensionistas (no la utilizada en el análisis del mercado de trabajo, que se define como la razón entre activos y pasivos) ha caído en 2012 trece centésimas, lo que significa el mayor desplome de toda la serie histórica de la democracia. La caída de la afiliación nos devuelve a la peor parte de la crisis. Y el uso que se ha realizado de las reservas, atesoradas con previsión los años anteriores, amenaza con devastarlas en un periodo de cuatro a cinco años.
Lo más llamativo no obstante se sitúa, como en su día los grandes logros del Pacto de Toledo, en el plano cultural y simbólico. Si el Pacto consiguió convencer a los españoles de que la cuantía de su pensión dependía de sus aportaciones, y no de las decisiones del Gobierno de turno, la actual situación, con todo el país mirando al BOE un sábado sí y otro también, les ratifica decididamente en lo contrario. Ya nadie, ni siquiera los directivos del sistema, puede afirmar cuáles van a ser las decisiones que se adopten en los próximos meses.
En estas condiciones, existe el riesgo real de una vuelta a la economía sumergida. El depósito de confianza que un cotizante realiza con su contribución al sistema de pensiones tiene una duración muy superior a otros compromisos vitales. Que este depósito siga siendo atractivo con una legislación en permanente empeoramiento es dudoso. Y la pérdida de ingresos que se produzca por esta disminución de confianza puede ser superior claramente a los beneficios de la reducción de gasto que arbitrariamente se acumulan sin consenso social ni político.
Además, y esto hay que resaltarlo, no es que haya alternativas, sino que sistemáticamente se están adoptando las soluciones menos competentes y solventes. Si en el plano de la gestión tributaria se intenta aumentar las bases imponibles y el número de declarantes, aquí prescindimos de los cuidadores familiares, volvemos a hacer recaer sobre las trabajadoras la obligación de cotizar en el caso de las empleadas de hogar, y hemos interrumpido en la práctica la extensión de la cotización hacia los becarios y otras relaciones informales.
Si a la financiación de las pensiones se añaden problemas financieros todavía más graves en el plano de la sanidad, mantenemos a las mutuas de accidentes de trabajo como un coto cerrado de clientelismo y descoordinación. A los responsables gubernativos se les llena la boca con declaraciones sobre el acercamiento efectivo de la edad real y legal de jubilación, pero se suprimen todos los incentivos y bonificaciones existentes para que los empresarios mantengan en las plantillas los trabajadores más veteranos. Y, como guinda que corona el pastel del despropósito, en un país con seis millones de parados se suspende la aplicación del contrato de relevo, la única vía abierta para el ingreso en el mercado de trabajo de jóvenes, y se anuncia la relajación de las condiciones de incompatibilidad entre trabajo y pensión.
Son tan discutibles en términos de competencia las medidas en cuestión, tanto en el plano material como en el virtual, tanto por su oportunidad como por su coherencia, que probablemente debamos parafrasear a Joseph Fouché para hacer una valoración de conjunto. No es un crimen, es algo peor: es un error.
Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social en 2004-2011.