
He llegado a la conclusión, a la vista de las conductas tan irresponsables de los últimos años, de que la bonanza económica propició el desarrollo de un virus que se nutría de la memoria y el sentido común que, hasta entonces, dirigía nuestras decisiones. A finales de 1987, iniciamos una serie sobre un hecho histórico que considerábamos tan relevante como el nacimiento de los grandes Estados europeos -el inicio de la unificación política y económica europea-: "Estamos ante nuestra segunda transición política, que, posiblemente, consumirá otra década. Esta segunda transición tiene una dirección en muchos casos contradictoria a la primera?".
Los graves problemas actuales, políticos y económicos, se deben al desconocimiento y a la falta de preparación de la ciudadanía y de gran parte de los dirigentes sociales y medios de información ante el enorme reto que nos planteaba este proceso, que ha permitido que la situación se deteriore hasta extremos inimaginables.
No hubo una segunda transición que cambiara la cultura política popular, reconvirtiera los programas de los partidos políticos, ajustara el marco legal y mejorara la competitividad de nuestro sector productivo -única manera de que fuera viable nuestro ingreso en la UE-. Cuando me invitaban a alguna conferencia sobre este tema, ponía como metáfora que entrar en la UE era como ingresar en la NBA: al principio hace mucha ilusión y al presidente lo sacan los aficionados a hombros, pero si luego no amplía los presupuestos, no hace un equipo competitivo, no adapta la manera de entrenar y jugar a una competición de elite y no ficha una dirección técnica competente mejor sería que nos hubiéramos quedado en casa. El motor que dinamizaba este proceso no era sólo económico; también garantizar el nivel de vida y de libertad de la población: "? Pero el problema fundamental es que las tecnologías avanzadas precisan de grandes producciones, los costes han aumentado vertiginosamente, lo que exige que los productos deben ser colocados rápidamente en un gran mercado para cubrir los gastos y reunir los fondos necesarios para las inversiones de la siguiente ronda de renovación". Y este proceso en la Europa comunitaria queda dificultado por las trabas y las políticas nacionalistas de los Gobiernos.
La reacción tiene que producirse de inmediato. Si no, como señala la OCDE, Europa suministrará cada vez más productos alimenticios, materias primas y bienes manufacturados de baja tecnología. Y este asunto no tiene una trascendencia puramente material, sino social, cultural y política. Tal como recoge el informe Poniatowski, "de vez en cuando se hace un elogio de los valores culturales europeos y éstos son presentados como una especie de consuelo ante un eventual hundimiento tecnológico de nuestro continente. Esta fórmula es rotundamente inaceptable, la calidad de vida y la relativa armonía social que existen en Europa dependen, sobre todo, de su capacidad de ofrecer condiciones de vida razonables a la mayoría de sus habitantes; y no será posible mantener este nivel si Europa no vuelve a hallar la competitividad. De lo contrario, la mayor parte de la Europa occidental está condenada a la decadencia, a la pobreza y al desempleo estructural". Después de asumir estos compromisos, nuestro desarrollo político posterior no iba a ser totalmente congruente con los fundamentos de este proceso de unificación.
¿Era lógica la proliferación y diversificación legislativa que se intensificó, de una manera desaforada, sobre el sector productivo? Si había que unificar el régimen legal de los Estados para evitar la recesión, el desempleo y la reducción del nivel de vida de los ciudadanos, ¿a qué nos llevaría el proceso de fragmentación legal dentro de un Estado pequeño? ¿Quién tendría razón: los dirigentes europeos que sacrificaron la soberanía política para asegurar el futuro de sus pueblos o nuestros dirigentes, que caminaban en dirección contraria? Si España se había convertido en una especie de provincia de un nuevo Estado y debía cofinanciar una nueva estructura burocrática multinacional que asumiría cada vez más funciones, ¿era lógico que incrementáramos el gasto público local, autonómico y estatal cuando nos estábamos quedando sin atribuciones soberanas? ¿Habría dinero para todo? Y, en cuanto a la economía productiva, ¿cómo podían tener todos los países la misma velocidad si tenían diferente cuerpo? ¿Cómo podrían alcanzar los países menos competitivos la misma marca que los mejores, si no tenían la misma preparación? Al unificar el tipo de cambio con los países que mejor competitividad ofrecían y, a la vez, eliminar las barreras arancelarias y técnicas que permitían controlar la circulación de bienes, era vital reforzar la maquinaria productiva nacional para no destrozar nuestro futuro. Había que dar preferencia a la economía como motor no sólo de renta común, sino como fuente de ingresos, de empleo, de garantía para la viabilidad del Estado de bienestar y hasta de estabilidad política y social.
Y, desde esta base, las reformas salen solas (entre otras anteriormente referidas). Reforma del sistema educativo, para hacerlo de mayor calidad técnica y rigor; reducción del coste del abastecimiento energético; racionalización de la política de infraestructuras; mejora de la productividad y reducción del absentismo laboral; potenciamiento del emprendedor con una mejora en el marco legal empresarial; ayuda al sector exportador, y, sobre todo, el enfoque de los recursos financieros a las actividades productivas. Sólo una gestión inteligente y continuada basada no en intereses partidistas, sino en el general, que diera preferencia a la mejora de la calidad de todos los agentes productivos podría evitar que este país estuviera condenado a la decadencia, a la pobreza y al desempleo estructural.
Daniel Iborra Fort, analista de inversiones.