Si algo bueno se puede decir de los recientes, y enésimos, tests de estrés llevados a cabo con la banca española es que han concluido. Los resultados serán cuestionables, por supuesto, sobre todo si no coinciden con determinados prejuicios, sea en un sentido u otro. Pero es que quien viva más o menos de cerca la realidad de nuestro sector financiero sabe que lo más que se puede pedir en relación con un ejercicio de valoración de activos en las actuales circunstancias es seriedad y coherencia en la definición de la metodología; cualquier noción de "valor correcto" o "exacto" queda bastante fuera del ámbito de lo real, me temo. Decía, pues, que lo mejor es que el ejercicio ha terminado y, por tanto, ya se ha cubierto una etapa más. Una etapa necesaria, en este proceso que parece no tener fin en busca de un sector financiero redefinido, sano y funcional.
Disponer de una valoración del activo es una condición absolutamente necesaria para el funcionamiento de otros elementos que deben conducir al cumplimiento de tres condiciones que deben darse, a mi juicio, para que podamos siquiera pensar en que el sistema vuelva a funcionar.
La primera es la estabilidad regulatoria. Desde principios de 2009, el sector está sometido a la incertidumbre de una secuencia de normas, todas ellas de profundo calado, con gran impacto económico, encaminadas a fines loables pero con un efecto pernicioso en el corto plazo: inducen una parálisis "hasta que". Nadie hace nada "hasta que" se disponga de la certeza de que el marco es el que es. No se trata de un problema teórico, sino de una realidad que incide en el día a día de las operaciones financieras y corporativas en el sector bancario. En un sector tan fortísimamente regulado como el bancario, las normas no forman únicamente parte del entorno en el que las entidades se desenvuelven sino que perfilan las entidades mismas, hasta el punto de que la pregunta de si una entidad es viable solo tiene sentido, en buena medida, dado un concreto sistema normativo (y, por supuesto, dado un subconjunto de normas contables).
La segunda condición, muy ligada a la primera, es lo que podríamos denominar la estabilidad estructural. También desde 2009, el sector está en redefinición continua, dándose el caso de que hay entidades que han participado en dos o más consolidaciones en el breve plazo de un par de años. Sin duda, se trata de un proceso necesario hasta que, finalmente, quede definido un mapa de entidades con tamaño suficiente, fortaleza patrimonial y sostenibilidad de la cuenta de resultados. La concentración tiene enormes costes, no obstante, y uno de ellos, no menor, es el generado por la incertidumbre, que lastra la capacidad operativa.
Creo sinceramente que, desde principios de este año, la Administración tiene mucho más clara la hoja de ruta -otra cosa es que tenga que hacer frente a las diferentes restricciones que aparecen a cada paso- y estas dos condiciones podrán cumplirse en el futuro cercano.
La tercera condición es más compleja porque ya excede al sector bancario mismo. Un sistema financiero funcional es un sistema financiero que, obviamente, da crédito a los sectores productivos. Pero esa condición es difícil de cumplir si no se da una consolidación presupuestaria que limite la apelación a ese mismo sistema de las administraciones públicas. Mientras el Estado se vea obligado a endeudarse de modo creciente y a tasas de interés muy elevadas, representa una competencia imbatible -sobre todo si tenemos en cuenta, una vez más, que es un prestatario primado por las normas contables y de capital- para familias y empresas.
Queda aún mucha tarea por delante. Y las valoraciones eran, ya digo, un paso imprescindible. Solo podemos felicitarnos de que, por fin, estén concluidos y sean públicos. Si, además, pintan un panorama menos negro de lo que se esperaba, pues miel sobre hojuelas. Ahora, los siguientes pasos.
Fernando Mínguez, socio del Área Mercantil de Cuatrecasas, Gonçalves Pereira.