
El avance tecnológico y la innovación, por una parte, y la productividad por otra, son dos de los pilares fundamentales para el crecimiento económico de un país. Estos dos pilares están estrechamente relacionados y dependen, a su vez, del nivel de capital humano acumulado. De ahí la importancia de las instituciones educativas, ya que de su calidad va a depender la educación propiamente dicha, la tecnología y la innovación, la calidad de los emprendedores, la investigación y el desarrollo, la productividad y, en última instancia, el crecimiento económico.
Pues bien, todas las reformas educativas emprendidas desde principios de la década de 1980 en la enseñanza primaria, las enseñanzas medias -aquí podemos incluir la formación profesional-, la enseñanza universitaria y la investigación no sólo han sido un fracaso sistemático, sino que también son la explicación de que un porcentaje elevadísimo de los estudiantes que llegan a la universidad ignoren las nociones más elementales que teníamos que conocer la gente de mi generación para poder comenzar el bachillerato, el famoso examen de ingreso, un examen que suspendías si cometías tres faltas de ortografía, pero además de la gramática, teníamos que conocer las nociones básicas de aritmética y geometría así como de geografía e historia; cosa que es dudoso que conozcan muchos de nuestros alumnos en la universidad. Es cierto que ahora los buenos alumnos, que los hay, adquieren unos conocimientos muy superiores, pero esto ha sido debido a las mayores facilidades de todo tipo, de acceso a la bibliografía y otros medios como las nuevas tecnologías, pero esto sucede a pesar de las reformas educativas, no potenciado por ellas.
Las reformas han creado no sólo analfabetismo funcional sino que, una vez transferida la educación a las autonomías, han fomentado el provincianismo esterilizante, especialmente grave en unos momentos en los que el mercado de trabajo es el mundo. Pero además las reformas y las transferencias han tenido otras consecuencias especialmente graves en manos del nacionalismo, esa pseudoideología que, junto con los integrismos religiosos, han provocado los conflictos más sangrientos que ha sufrido la humanidad. Digo que han sido especialmente graves porque han sembrado el odio y la exclusión a los diferentes, alguna de cuyas consecuencias están saliendo a la luz con fuerza, como es el caso de Cataluña.
Unos recortes que nos saldrán caros
Esperemos que la reforma anunciada por el Gobierno actual intente poner remedio a tanto desatino y desbarajuste. De momento, lo que estamos viendo es que los recortes están asestando un duro golpe a toda la educación y a la investigación, que puede costarnos excesivamente caro en términos de capital humano, avance tecnológico, innovación, emprendimiento y productividad. Recortes, dicho sea de paso, jaleados por pseudoliberales integristas, en cuyo descargo hay que resaltar su ignorancia absoluta en educación.
Pero volvamos a las reformas educativas que ha sufrido España los últimos treinta años. Lo primero que hay que poner de manifiesto es que, a sabiendas de que las instituciones educativas no debieran cambiar con el color político de los gobernantes, la característica fundamental de tales reformas es su carácter ideológico y la influencia nefasta de dos profesiones, los psicólogos y los pedagogos, unas profesiones que tal vez sean las que más han cooperado al deterioro de la educación a través de la eliminación del esfuerzo y la pseudoprotección del alumno, paralelo todo ello al protagonismo de las asociaciones de padres y a la desautorización de los maestros.
No menos importante fue, relacionado con la eliminación del esfuerzo y la pseudoprotección, el nefasto método de la igualación del alumnado por abajo, con desastrosos efectos para los incentivos de una parte importante de los estudiantes. Este estado de cosas se ha extendido como una especie de vendaval desde las escuelas hasta los institutos, y está invadiendo las universidades.
Antes de referirnos a la universidad y a la investigación vamos a dedicar unos comentarios a la formación profesional. El enfoque desafortunado de la formación profesional desde sus inicios, que siempre llevó aparejado una especie de desprestigio explica, entre otras causas, el fracaso escolar primero en el bachillerato y luego en la universidad. Desde el primer momento cundió la idea nefasta de que a la formación profesional iban los torpes, lo que persistió como una especie de estigma. Pero otro fenómeno no menos importante fue el del profesorado. Los primeros años de la década de 1970, coincidiendo con la primera crisis del petróleo, se generalizó la formación profesional, existiendo en aquel momento un importante paro de licenciados universitarios, que encontraron en las convocatorias de profesorado para dicha formación un puesto de trabajo económicamente apetitoso. Pero ¡ay!, un porcentaje elevado de economistas, ingenieros, abogados, médicos y otros titulados, a quienes jamás se les había pasado por la mente ponerse en un aula delante del alumnado, se metieron en una especie de callejón sin salida con consecuencias desastrosas, fundamentalmente para los alumnos. Y lo peor de todo es que fueron estos mismos profesores, muchos de ellos con complejo de inferioridad provocado por el estigma de los alumnos, quienes cooperaron al engendro de las reformas.
Es necesario poner de manifiesto que los profesores han tenido que soportar unas reformas educativas realizadas por colegas que huyen de las aulas como el demonio de la cruz. Por eso nos tememos que la que está en proyecto adolezca de algo parecido.
El panorama en la universidad y en la investigación no es menos desalentador. Los males comenzaron con la publicación y consiguiente fracaso del real decreto que definía, delimitaba y regulaba las áreas de conocimiento, un intento de transformar la estructura y organización universitaria española -que se asentaba en las cátedras y en las facultades- en la anglosajona -que se fundamentaba en el papel preponderante de los departamentos-. La resistencia de las cátedras fue tal, ante el peligro de pérdida de poder e influencia, que cualquier parecido de los departamentos de la universidad española con los de la anglosajona es pura coincidencia. Este estado de cosas no sólo ha permitido, sino que incluso ha incentivado, la proliferación de departamentos, convirtiendo las facultades y las universidades en auténticos reinos de taifas. La fusión de departamentos supondría no sólo un aumento de racionalidad y eficiencia, también implicaría una reducción importante del gasto.
Otro problema relacionado con el desarrollo autonómico ha sido la inmensa proliferación de universidades. La pseudoprotección de los alumnos desde la enseñanza primaria, no sólo ha estigmatizado a los internados, como algo que deja heridas incurables en el carácter de los alumnos, sino que hubo que llevar las escuelas al lado del domicilio familiar de los estudiantes. El mismo criterio se ha utilizado a la hora de localizar las universidades, que se construyen atendiendo a la población existente en el entorno. El criterio para elegir carrera de los alumnos, en un porcentaje muy elevado de los casos, e incentivado por las autoridades educativas, se reduce a que exista en la universidad más cercana al domicilio familiar. Este estado de cosas se ha facilitado por la inexistencia de una ordenación de las universidades de acuerdo con su calidad y eficiencia. Pero además, la inmensa mayoría de las universidades que se han creado en los últimos treinta años carecen de residencias estudiantiles, lo que a su vez desincentiva que los estudiantes se desplacen a las localizadas fuera de su lugar de residencia.
Tampoco ha beneficiado nada a la eficiencia universitaria la sagrada democratización de los órganos de gobierno, en la elección de rector, decano y director de departamento, lo que se tradujo en una politización de las universidades; todo ello ha provocado que en no pocas ocasiones haya quedado desdibujada la función de la universidad. La burocratización de las tareas universitarias ha provocado a su vez la proliferación de vicerrectores, vicedecanos, secretarios y un sinfín de cargos administrativos; y todo ello, además de aumentar los costes, ha permitido a un número no despreciable de presuntos profesores acceder al funcionariado, de profesores titulares y de algún catedrático, sin otros méritos académicos y de investigación que su trabajo burocrático y administrativo.
Pero volvamos a la calidad y eficiencia de la universidad; la falta de competencia entre universidades, la falta de especialización, la práctica imposibilidad de movilidad de los profesores, y unas incompatibilidades muchas veces absurdas que han privado a la universidad a veces de los mejores profesores, son sólo algunos de los elementos que explican los males de nuestra universidad.
Una forma de dinamizar la universidad y de aumentar su eficiencia podía haber sido la competencia con las universidades privadas. Pero, ¡ay! La legislación sobre universidades privadas se elaboró en un Parlamento que no creía en ellas y, además, preferiría que no existieran. En España las universidades privadas son sociedades anónimas y, como tales, su supervivencia depende de la cuenta de resultados, pero la cuenta de resultados a corto plazo es incompatible con la calidad y la excelencia de la universidad. Estas inversiones se recuperan muy a largo plazo y de ahí su incompatibilidad con el puro beneficio empresarial. Nada tienen que ver nuestras universidades privadas con las buenas universidades americanas, respaldadas por fundaciones y mecenazgos que incentivan fiscalmente al sector privado a cooperar a su financiación. Pero son los problemas financieros los que impiden que exista una verdadera competencia entre universidades privadas y públicas.
Por solo mencionar el tema de la investigación, que la mayoría se realiza en la universidad; además de adolecer de los problemas de la enseñanza propiamente dicha, ha sufrido la endémica reducción de recursos para financiarla.
Victoriano Martín, catedrático de Historia del Pensamiento Económico. Universidad Rey Juan Carlos.