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Bill Emmott: La mano dura china enmascara una inestabilidad creciente

La eficiencia china es objeto de mucha admiración. Hasta que las Olimpiadas empezaron con éxito, los londinenses permanecían a la sombra de los Juegos implacablemente espectaculares de Pekín hace cuatro años, un tanto preocupados de que nuestra democracia del viejo mundo pareciese torpe en comparación. La semana pasada, ante la inminente y espectacular clausura de los Juegos Olímpicos, vimos otra demostración más de la eficiencia china cuando una tal Gu Kailai compareció en juicio por el asesinato de Neil Heywood.

El empresario y amañador británico fue asesinado en noviembre en una habitación de hotel de Chongqing, la megaciudad de interior conocida como la Chicago china (con todos sus matices positivos y negativos). Gu, casada con el ambicioso alcalde de la ciudad, Bo Xilai, no fue detenida como presunta autora del asesinato hasta abril.

Sólo tres meses después, el juicio ha comenzado y la agencia estatal de noticias, Xinhua, ya ha dicho que las pruebas son "irrefutables". Mejor que no pierda el tiempo armando su defensa, por muy abogada y rica que sea. El juicio ni siquiera tiene lugar en Chongqing, sino en una ciudad llamada Hefei, a más de mil kilómetros de distancia. Y no se molesten en hacer cola para ver en directo un proceso tan apasionante porque todos los asientos de la sala ya están reservados, por lo visto. Qué oportuno.

Hasta ahí llega toda la información. Se diga lo que se diga en el juicio, nadie aparte de los altos cargos del Partido Comunista sabrá si Gu envenenó realmente a Heywood, ni siquiera si fue asesinado. Por el momento nadie sabe lo que le ha sucedido a su marido, que hasta el inicio del escándalo presionaba cómodamente por un puesto en el principal órgano decisorio de China, el Comité Permanente del politburó.

Y tampoco se sabe realmente lo que piensa del escándalo Bo el actual Comité Permanente ni los nuevos líderes que se anunciarán en otoño. Hijo de un integrante de la Gran Marcha de Mao, Bo era una estrella carismática que, al estilo de los líderes modernos del Partido Comunista, mandó a su hijo a Harrow, Oxford y Harvard con la ayuda de Heywood.

Al defenestrarle con falsas acusaciones contra su mujer o un afán renovado de castigar a delincuentes privilegiados, el partido se ha librado de un personaje individualista y populista incómodo, y puede recuperar su carácter confortablemente aburrido, gris, anónimo y estable. Ésa es la interpretación optimista y seguramente más probable. Sólo los observadores más atentos de China notarán algún cambio cuando se conozcan los nuevos integrantes del Comité Permanente.

Lejos de la coherencia

Pero la verdadera razón de la importancia del escándalo Bo y el juicio a su mujer, más allá de la novela de suspense de aeropuerto, es que esta interpretación está lejos de ser coherente. Corren tiempos de inquietud para China y el asunto Bo se ha sumado al nerviosismo. El resultado probable para el resto de nosotros es más nacionalismo chino del áspero y enérgico.

Si menciona la revuelta árabe y sugiere que algo parecido podría pasar en China, un ejército de sinólogos se le abalanzarán para decirle que se equivoca porque la memoria del caos de la Revolución Cultural de los sesenta es muy reciente, los chinos de a pie están mejor que nunca, el Partido es resistente y está lleno de gente brillante. Y alguien de la embajada china le invitará a tomar té para explicarle que los chinos adoran la estabilidad y la armonía, y que las ideas occidentales como la democracia carecen de importancia en ese país.

Hasta ahora ha sido así, y quizá lo siga siendo, pero los que no quieren correr riesgos son los propios líderes chinos. Por eso, Bo ha desaparecido en un arresto domiciliario, el juicio de Gu es tan rápido y oscuro (eso esperan) y cada vez que se atisba una mínima posibilidad de que se emulen las revueltas árabes, se echa trata de abortar enseguida.

Como en la caída de la Unión Soviética y la primavera árabe, las condiciones necesarias para que se produzca una revuelta china se volverán a dar muchas veces antes de que suceda. Y, cuando lo haga, todos dirán que nadie la pronosticó.

Una condición para las protestas populares generalizadas es la ira y el desencanto frente a los privilegios de los líderes. Desde luego, el asunto Bo los ha dejado expuestos y ha demostrado lo difícil que es en la era de internet controlar los flujos de información y debate, incluso con los Grandes Cortafuegos y unos departamentos de propaganda tan poderosos como los chinos.

Pero la segunda condición, más importante, es económica. La maravillosa economía china se ha ralentizado en los últimos meses. Como en las recesiones anteriores de 1997/1998 y 2008/2009, los economistas escudriñan los datos en busca del consumo eléctrico o la producción de acero para averiguar si las cifras oficiales del PIB, que todavía indican un crecimiento anual del 7,4 por ciento, están siendo manipuladas para ocultar una situación peor.

Solución: nacionalismo

El consenso es que seguramente lo estén, aunque no por mucho. No hay signos de grandes pérdidas de empleo ni del regreso de millones de trabajadores emigrados a sus aldeas natales. Las protestas siguen siendo locales en su mayoría. Sobre la contaminación, por ejemplo, y no relacionadas con ningún asunto nacional o político preocupante.

Aun así, hasta que los nuevos líderes se hayan asentado sin más escándalos y la economía vuelva a estar en plena forma, al Partido y sus aliados militares sólo les queda una opción para mantener la popularidad y la legitimidad: el nacionalismo.

Ya se ha visto en la conducta, cada vez más enérgica, de China sobre los territorios reclamados y recursos submarinos en los mares del sur y este de China, y su postura un tanto abrupta contra sus vecinos como Vietnam, Filipinas o Japón, además del fortalecimiento de una guarnición militar en algunas islas en contienda. Y también se ha visto en la respuesta, más irritante incluso de lo normal, a los comentarios de la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, tras su reciente gira por África, en que advertía contra la explotación de los recursos por parte de países anónimos.

La firmeza de la conducta china ha sido condenada por otros comentaristas asiáticos, como el veterano diplomático singapureño Kishore Mahbubani, por ser contraproducente e incluso atípicamente incoherente. Desde luego que lo es. Pero el público internacional no es el principal objetivo: es el nacional.

Vista la cobertura diaria de las Olimpiadas en la BBC en un tono sorprendentemente nacionalista e incluso poco deportivo, tal vez deberíamos pensárnoslo antes de criticar la complacencia de terceros ante su público nacional. Claro que el deporte es una cosa, y enviar embarcaciones cañoneras para enfrentarse a los vecinos es otra. Seguiremos viendo más de lo mismo.

Bill Emmott. Director de The Economist de 1993 a 2006.

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