Es evidente que, tras la toma de posición del BCE en defensa del euro y en apoyo a los títulos de deuda pública de los países que solicitan una intervención, la historia de Europa está cambiando a marchas forzadas.
Se ha desencadenado una auténtica y ambigua batalla entre la troika (compuesta por el BCE, el FMI y las instituciones europeas dominadas por la ideología cultural y política alemana, que impone sanciones y austeridad a los Estados pecadores) y la amiga/enemiga de la troika, la gran especulación financiera que, tal como se ha visto en estos últimos días, niega cualquier credibilidad al dios mercado, en un vaivén de pérdidas y ganancias racionalmente injustificado.
Que la decisión política antispread reivindicada por el BCE pueda en cierto modo combatir la especulación es una consecuencia indiscutible, aunque en ausencia de una Europa políticamente unida y democrática el precio que se hace pagar a algunos Estados miembros sea elevadísimo. Aparte de las medidas obligadas de política económica y social -ruinosa y depresiva-, desde el fiscal compact al spending review, se exigirán otras más a los Estados que soliciten ayuda contra el prima de riesgo para mantener el equilibrio presupuestario. Entre aquéllos que, por diferentes motivos, no parecían hasta hace poco destinados a la quiebra, se encuentra España, y después, probablemente, pese a sus frecuentes contradicciones pero siempre ostentosas declaraciones, Italia.
Se está repitiendo un fenómeno que Montesquieu, comentando las leyes feudales de la Europa medieval, consideraba un acontecimiento que sólo se había producido una vez en el mundo y "que quizás no volverá a producirse nunca más". Ahora bien, Montesquieu se equivocaba. De hecho, tanto entonces como ahora, junto con la brutalidad del mandato, es determinante el dominio de la economía sobre la vida pública y sobre los derechos, y sobre todo la confusión entre la riqueza y la autoridad. Entonces se trataba de la riqueza en tierras, hoy es la riqueza financiera. Como antaño, el supuesto se justifica con el "Estado de excepción", teorizado por Carl Schmitt, que comporta el rígido sometimiento económico del pueblo a algunos poderosos, independientemente de que sean financieros, técnicos o burócratas. La actual es la nueva forma de feudalismo, que sustrae la soberanía a los Estados y a sus instituciones: quizás no pueda llamárseles esclavos, pero sí se ven a menudo reducidos, con una presunción injustificada, a simples ejecutores de políticas económicas, monetarias y sociales impuestas digamos no muy democráticamente desde fuera.
El traslado de la soberanía del Estado democrático al Leviatán tecnocrático de la troika, paso que realmente parece obligatorio para llegar a la única posible solución de una Europa políticamente unida y democrática, comporta pues una revisión total de los derechos de los ciudadanos y de las instituciones democráticas, amodorradas en sus funciones y consagradas únicamente a la ejecución de las decisiones de jerarquías externas y engañosas.
Por consiguiente, los problemas del respeto de los derechos humanos y de la justicia social, junto con los males peores de las desigualdades -entre las cuales domina el desempleo- se consideran desdeñables y solamente redundan en un vago reclamo a palabras que han perdido su significado; según el pensamiento del gran poeta W. H. Auden: "When words lose their meaning, physical force takes over" ("Cuando las palabras pierden su significado, se impone la fuerza física").
Y aquí la fuerza es la del feudalismo de la troika, ya que lo único que cuenta es la imposición de la austeridad, que siempre despunta sobre la depresión económica. Parece incluso inútil -tal y como seguramente recordarán, lo hicieron antes Benedetto Croce y Luigi Einaudi- remontarse a los tiempos de las crisis contra los Gobiernos técnicos puesto que, como parece evidente, el conjunto de los partidos políticos, en lo que respecta no tan sólo a nosotros, sino también a otros países, se encuentran inmersos en una devastadora desintegración programática y cada vez más perdidos en un vaniloquio político alimentado por conflictos internos de poca envergadura.
Técnicos y políticos de profesión son completamente iguales. Esta inquietante crisis de la democracia política, a la cual el deterioro cultural de nuestra clase dirigente no ha opuesto ninguna resistencia, pone cada vez más en peligro tanto la democracia como la justicia social. De hecho, el fenómeno no parece destinado a unos procesos de inversión que sólo una política de unificación europea podría modificar, ni tampoco a una renovación radical ante las próximas caducidades electorales del personal político.
Por ahora, y una vez más, la descripción más acertada de nuestro momento político proviene de los conocidos versos de Giuseppe Ungaretti: "Se quedan como / en otoño / las hojas / en los árboles", versos a los que hoy hace justo eco Vincenzo Cardarelli: "Otoño. Ya lo sentimos llegar / con el viento de agosto".
Guido Rossi. Presidente del Consob (órgano regulador del mercado de valores italiano) en 1981-1982. © Il Sole 24 ore.