La cuestión es muy sencilla. O, por lo menos, eso dicen las nutridas filas de euroescépticos en bares, salones de té y platós de televisión. A los británicos nos deben dejar decidir si queremos permanecer en la Unión Europea, y pronto, por dos razones principales. Primero porque dentro de la UE no somos una democracia completamente soberana, y eso no nos gusta demasiado. Y segundo porque en el último referendo de 1975 sólo se nos preguntó si queríamos ser miembros de un mercado común, es decir, nos timaron. Nos hace falta otra oportunidad para votar sobre lo que la UE ha llegado a ser.
En los próximos meses, años, décadas y tal vez siglos, ésas serán las armas que el partido secesionista va a empuñar contra nosotros. La soberanía y el engaño de 1975 quizá parezcan convincentes, pero en realidad son una chorrada y una tontería supina. Perdónenme por ser tan franco, pero hay gente que se ofende con mucha facilidad.
En un debate reciente en el programa Newsnight de la BBC, Jeremy Paxman arrancó un aplauso del público cuando enseñó una foto de Herman Van Rompuy, el anodino presidente belga del Consejo Europeo, y preguntó si le habían votado o si sabían siquiera quién era. Se acabó la discusión. Está claro que no nos gusta que nos mangoneen unos cuantos funcionarios no elegidos que no sabemos ni cómo se llaman.
Menuda estupidez. ¿Por qué no enseñó también fotos del secretario general de la OTAN, el director de la Organización Mundial del Comercio, el de las Naciones Unidas, del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, de la Organización Marítima Internacional o incluso del presidente de la FIFA? Tampoco les hemos votado, son de países raros y no les conocemos (salvo, tal vez, al presidente de la FIFA). Y, sin embargo, todos ellos sostienen parte de nuestra soberanía en sus sudorosas manos no elegidas. Nuestros representantes elegidos decidieron entregarles ese poder sin siquiera plantearse un referendo. La condición de miembro de la OTAN nos obliga a entrar en guerra si un país ataca a Turquía, por ejemplo. Y no hay peros que valgan; salvo que estemos dispuestos a renegar del tratado fundacional de la OTAN, estaríamos en guerra, nos guste o no. Los sacrificios que impone ser miembro de la UE parecen una minucia a su lado.
La participación en la OMC nos limita la capacidad de subvencionar a nuestra industria o aplicar aranceles que frenen la importación. La de la ONU, conforme a una carta que ayudamos a redactar, somete nuestras propias acciones al derecho internacional. Ser miembro de la Organización Marítima Internacional, junto con la convención de la ONU sobre el derecho del mar, regula el tráfico marítimo y establece las "zonas económicas exclusivas" en nuestras costas.
Lo que quiero decir es que una parte importante de la política británica desde 1945 ha consistido en fundar y unirnos a entidades internacionales para ponernos de acuerdo sobre unas reglas comunes en diversos sectores, fomentar la cooperación en vez del conflicto, aumentar la seguridad colectiva o promocionar el comercio libre. Todas ellas implican una renuncia a la soberanía a cambio de una ventaja consabida, como cuando la FA se unió a la FIFA para poder jugar en torneos internacionales y universalizar el reglamento del fútbol. Podríamos ser independientes y tener nuestras propias reglas, pero no llegaríamos muy lejos.
Por eso, digan lo que digan los euroescépticos y en especial el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), el debate sobre la participación británica de la UE no puede reducirse a una decisión entre blanco y negro, cadenas o libertad, servidumbre o soberanía. Salvo que queramos salirnos de todos esos organismos a la vez, claro está. Es un problema de tonalidades, de tipos de gris, sobre cuánta soberanía perdida es excesiva, de cuestiones muy aburridas sobre ventajas y costes.
Y aquí, es precisamente, donde entra el mito del gran mercado común. La brigada pro-UE también tiene parte de culpa. Cuando se les pregunta sobre el referendo de 1975, dicen que los opositores no prestaron atención ni se leyeron concienzudamente los folletos y por eso creen que fue un engaño; pero ésa no es la respuesta correcta. La votación de 1975 se refería en efecto a un mercado común y ése es núcleo más importante de las actividades y directivas de la UE, aunque los detractores no saben qué significa.
Cuestión de matices
Lean a Adam Smith, señores euroescépticos. Hace dos siglos dijo que para que un mercado funcione hacen falta unas reglas comunes y generalizadas, y un medio para imponerlas. Esas reglas pueden reducirse a las básicas de una zona de comercio común, limitación del uso de aranceles o barreras obvias no arancelarias, dejando que las empresas cumplan con normativas distintas en cada sistema nacional respecto a la venta a otros países.
O pueden ser más amplias y abarcar también a los bienes y servicios, proteger a los miembros contra los carteles y los aranceles, unificar los reglamentos, supervisar las barreras no arancelarias y las subvenciones del Estado, el falso whisky escocés y todo lo demás. Eso es un mercado común de verdad. Necesita reglas y funcionarios que las redacten, inspectores antipáticos que las supervisen y tribunales que las hagan respetar. En eso consiste precisamente la UE (incluida la atroz política agrícola común, que es una forma unificada de subvencionar a los agricultores).
Olvídense de reclamar la soberanía porque no la recuperaremos ni aun abandonando la UE. Y dejen de quejarse de que sólo queríamos un mercado común porque eso es precisamente lo que tenemos. Todos los problemas son cuestión de matices, no de contenido.
Razón por la cual sería totalmente inútil celebrar un referendo ahora, justo cuando la propia naturaleza de la eurozona (un supermercado común, aunque con un defecto político de diseño) se encuentra en pleno cambio. Todas las tonalidades podrían cambiar de forma drástica. O no.
Por la misma razón, cuando o si se celebra un referendo, lo decisivo será si a la gente le parece que merece la pena la molestia de dejar la UE. Sería una decisión de por vida. Y, como en las elecciones por la independencia escocesa, habrá argumentos emocionales para abandonar pero cabe preguntarse si a la mañana siguiente de un momento tan emotivo, y todas las demás en realidad, las ventajas de marcharse habrán valido la pena.
¿Es la pizca de soberanía recuperada suficiente como para que valga la pena? ¿Será lo bastante común el mercado común? ¿Merece la pena pagar el precio de perder de forma automática el derecho de los británicos a vivir en España, Italia, Alemania o cualquier otro país?
Bill Emmott. Director de 'The Economist' de 1993 a 2006.