Como es conocido, el Gobierno nacionalista catalán ha sacado adelante la propuesta de plantear al Estado español un pacto fiscal que, en síntesis, supone la reclamación de una Agencia Tributaria propia -con la consiguiente ruptura de la caja única- que recaudaría todos los impuestos, en un régimen parecido al concierto vasco, con el correspondiente cupo que incluiría la cuota de solidaridad.
Como frente al llamado plan Ibarretxe, ante esta propuesta catalana que emana un penetrante olor soberanista hay que decir sin levantar la voz que no cabe en el marco constitucional. Pero, sentado esto, es razonable añadir que la demanda refleja bastante fielmente las graves deficiencias que aquejan al modelo de financiación plasmado en la LOFCA vigente, al tiempo que contiene algunas reclamaciones justas y por tanto atendibles. Reclamaciones que son más incisivas en época de crisis porque todos los catalanes entienden el fondo del mensaje de Artur Mas cuando éste manifiesta que, con la mitad del pacto fiscal, Cataluña, que hoy registra una deuda de 42.000 millones y está abocada al rescate, tendría superávit.
Ya se ha puesto de manifiesto aquí mismo que en un modelo en que sólo hay cuatro contribuyentes netos -Madrid, Cataluña, La Rioja y Baleares-, tienen cierta razón quienes solicitan límites a la solidaridad o reclaman un modelo redistributivo parecido al europeo, que exija condicionalidad -no tiene sentido subsidiar indefinidamente territorios que no ganan productividad- y que tenga un techo: en el caso de los fondos estructurales, el acceso a ellos se pierde cuando el país comunitario se aproxima a la riqueza promedio de la UE. Pero la mejor forma de resolver este problema en términos equitativos pasaría por una racionalización federal del Estado autonómico. De un Estado desordenado que ha adquirido, con las últimas reformas estatutarias, inmanejables asimetrías.
Tal federalización debería consistir evidentemente en una armonización fiscal que, como en los modelos cercanos -Alemania-, permita a los entes federados gestionar la recaudación y el gasto fiscales, manteniendo como es natural el engrudo de una redistribución potente pero no confiscatoria que equilibre el conjunto. La armonización no debería ser absoluta, sino que tendría que dejar márgenes discretos para que los territorios pudieran competir entre sí dentro de ciertos límites y los ciudadanos optar entre diferentes modelos, con mayor o menor presión fiscal. Y habría que buscar un acomodo razonable a los territorios históricos, que hoy gozan de un régimen excepcional que debería moderarse.
Así las cosas, tiene todo el sentido una sugerencia que hacía este jueves pasado Josep Ramoneda: si es del todo previsible que antes o después la Unión Europea nos impondrá una reforma constitucional del Estado de las autonomías, al igual que nos impuso hace poco la constitucionalización de la estabilidad presupuestaria, ¿por qué no adelantarse a ello y comenzar a tramar dicha reforma sin la carga de la presión exterior?
Conviene recordar que la Constitución vigente de 1978 no dibujó el Estado de las autonomías actual. El título VIII, fruto de un dificilísimo equilibrio entre todas las fuerzas que intervinieron en aquel parto, describe simplemente cómo se constituyen las comunidades autónomas y con qué competencias exclusivas o compartidas con el Estado. Aquella norma procesal sirvió para alumbrar por diversas vías las diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas. En 1981, fracasó un intento armonizador -la LOAPA-, que surgió instintivamente de la cuartelada del 23-F, y los dos grandes partidos pactaron después en un par de ocasiones el cierre del desarrollo estatutario. Durante la etapa de Zapatero, algunas comunidades procedieron a la reforma de sus estatutos, lo que acrecentó la heterogeneidad hasta extremos difícilmente soportables.
No repugna, por tanto, la idea de avanzar en una dirección federal, que no debería suponer renuncias prácticamente para nadie y que daría sentido al principio de autonomía política conforme al criterio de subsidiariedad. El objetivo de lograr una organización territorial sostenible, con entes autónomos pero sujetos a disciplina federal, conforme a los modelos alemán o norteamericano, plenamente coherentes con la dirección de avance también federal del Eurogrupo, debería ser cuanto antes lanzado en pos de un consenso que, de lograrse, insuflaría oxígeno a este decaído país.
Antonio Papell, periodista.