Firmas

Una administración juridicista

El Gobierno nos ha hecho saber que proyecta reformar la Administración Pública en España, y ésta es una de esas reformas pendientes que sólo se acometen en tiempos de crisis, y que bien ejecutadas tienen un sesgo más funcional que ideológico, al contrario que las pretensiones de quebrantar el funcionamiento del sistema sanitario y educativo.

Para empezar, nuestra Administración Pública tiene un grave problema de configuración. Se ha generado un estereotipo de estructura que se aplica sin excepción tanto a departamentos con centenares de miles de personas como a otros con escasas centenas, y cuya morfología se ha imitado en comunidades autónomas y ayuntamientos. En Francia, por ejemplo, hay ministerios que funcionan como centros de reflexión, porque todas las cuestiones económicas, burocráticas y administrativas son controladas por el Ministerio de Presidencia, pero aquí en todas partes hay un subsecretario, un secretario general técnico, un departamento de presupuestos, otro de contrataciones, otro de personas, de recursos, etc, haya cien mil romanos o romano y medio, cuando la lógica nos diría que todos los ministerios sin estructura periférica pueden ver gestionados muchos de sus asuntos desde Presidencia, Hacienda, o bien desde el ministerio con el que mayor afinidad tienen los cuerpos de funcionarios y las materias competenciales (Sanidad con Trabajo, Economía con Hacienda e Industria, Medio Ambiente con Fomento, etc).

Esto, en lo tocante a las relaciones interdepartamentales. Dentro de cada casa, la dependencia de algunos organismos autónomos y entes públicos de un ministerio con frecuencia duplica estructuras en el órgano funcional y el administrativo, y aumenta los empleados públicos que dedican su tiempo a supervisar a sus pares. Las entidades gestoras de competencias efectivas, que suelen tener una cultura de gestión superior a los servicios y negociados burocráticos adelgazan sus plantillas mientras las subsecretarías siguen engordando.

Y si estos sucede en cada nivel competencial, nuestra ausencia de tradición cooperativa reluce por sus fueros cuando una misma competencia es compartida (el mantenimiento de carreteras, las actividades culturales, algunos programas de inspección, por ejemplo); en vez de generar en cada territorio una agencia que unifique el trabajo de los recursos de todas las Administraciones, cada una se afana en dejar en mal lugar a los demás. Quien no se haga una idea de lo que digo, que venga un día a una provincia con orografía de montaña y descubra cómo cinco quitanieves, dependientes de administraciones diferentes, limpian cinco carreteras distintas a escasos metros unas de otras, mientras a pocos kilómetros el tráfico sigue interrumpido.

Estructuras rígidas, definidas por el principio de competencia (en la doble acepción del término), que se superponen a la realidad e impiden la colaboración. Pero si esto sucede en la configuración, qué decir tiene de la política de personal y de remuneraciones. Con frecuencia asistimos a despidos en una administración, mientras en otra se subcontrata a personas que ya cuentan con un empleo público o a empresas del sector privado para desarrollar tareas a tiempo parcial. El régimen de sanciones administrativas funciona más como una patente de corso para la ínfima minoría de desaprensivos. Y la política de incentivos ha salido especialmente perjudicada por la crisis, con lo que lo único seguro es que probablemente trabajando más ganes lo mismo, con la discutible excepción de los complementos de antigüedad. El régimen de permisos, de traslados, de cobertura de los puestos, sigue derivando más del número de registro que de la competencia profesional. Suele argumentarse que esto se realiza en prevención del clientelismo y por seguridad jurídica, cuando es radicalmente falso. Con este estado de cosas, los nombramientos provisionales y los criterios de confianza aparecen como la única vía posible de incentivar la responsabilidad, y la profesionalización brilla por su ausencia. En abierta remembranza de Larra, el actual Gobierno ha cesado a personas que llevaban en sus puestos quince o veinte años, sospechosos de contaminación, para ser sustituidos por compañeros de pupitre y recién afiliados.

Deberíamos ser capaces de promover agencias comunes que gestionaran integralmente políticas compartidas entre diferentes ministerios o administraciones. Facilitar que las personas con una formación adecuada pudieran transitar de unas a otras Administraciones sin problemas. Que el despido fuera, en verdad, la última opción, dando preferencia a los perjudicados en las reestructuraciones para ocupar puestos, aunque fuera a tiempo parcial, desempeñados por otros funcionarios. Que el régimen retributivo de los funcionarios españoles dejara de ser el último reducto del maoísmo, y quien mejorara su competencia o trabajara más tuviera, pero por esta razón, mejor retribución, menor jornada o más días de permiso.

Los auténticos reformistas son quienes desafían con sus iniciativas el paso del tiempo, no los que producen legislaciones llamadas a ser derogadas en la siguiente alternancia política. Pero aquí seguimos suprimiendo becas, despidiendo interinos, expulsando a los más jóvenes y mejor preparados, y conformándonos con mejorar la productividad aparente. La modernidad no se construye reduciendo el tamaño, sino diseñando nuevas estructuras más livianas y flexibles. Pero, ¡ay! esto depende de la Comisión de Subsecretarios.

Octavio Granado, exsecretario de Estado de la Seguridad Social.

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