Pocas veces se ha fijado la agenda de Europa con tanta claridad y con tal participación coral como ahora, en vista de la reunión del Consejo Europeo. Economistas, columnistas, altos funcionarios, ministros y primeros ministros han contribuido durante estos últimos días y semanas a configurar un orden del día de forma cada vez más unívoca y que todos nos sabemos ya de memoria.
Para el crecimiento, los bonos para proyectos, el impuesto sobre transacciones financieras, la recapitalización del Banco Europeo de Inversiones y la puesta a punto de los fondos estructurales comunes. Para la política monetaria, nuevas inyecciones de liquidez por parte del Banco Central y probablemente nuevas intervenciones en el mercado de valores. Para los bancos, europeización de los fondos de garantía de depósitos y la consiguiente centralización de la supervisión. Para las deudas públicas, medidas comunes que reduzcan el spread, ya sea con los eurobonos o al menos con el fondo de amortización -del que tantas veces hemos hablado-, o con la propuesta de Mario Monti de utilizar el fondo de rescate como techo. Todo ello se enmarca en una hoja de ruta hacia una integración que parece necesaria para dar un horizonte y una legitimidad a estas medidas.
Personalmente, me reconozco mucho en este conjunto de cosas por hacer y he escrito muchas veces que estas medidas no sólo son útiles, sino que son el complemento necesario de lo que los Estados están haciendo de manera independiente (sus deberes), sin que sus esfuerzos caigan en saco roto.
Los europeos no somos los únicos que pensamos así: Washington ha instado muchas veces a Europa a poner en marcha esta agenda, y eso explica por qué en la reunión del Consejo se considera el posible amanecer de un nuevo mundo. Pero ¿conseguirá serlo de verdad? Incluso los más optimistas debemos admitir que no todas las propuestas, aunque fueran acertadas, estarían operativas inmediatamente. Además, está el problema del orden que seguir: para Francia, lo primero es la unión bancaria y después la integración política, mientras que Alemania parece ver las cosas en el orden contrario. Más allá de eso, la propia reunión a cuatro bandas del pasado viernes en Roma ha puesto en duda la disposición de Alemania no sólo a la unión bancaria, sino también a una intervención conjunta de cualquier tipo contener las primas de riesgo.
En definitiva, todos estamos convencidos de que ahora es el turno de Europa y de que no podemos pedir a los Estados lo que sólo puede hacerse de manera común. Pero ¿podemos seguir corriendo el riesgo de que Europa no haga nada, haga sólo parte o lo haga en demasiado tarde? Los análisis al respecto son cuando menos inquietantes: desde las de Charlemagne en el Economist, que señala el riesgo de que el euro haya cesado cuando Europa se decida a actuar, hasta las crónicas políticas italianas, seguramente fantásticas pero no por ello menos sintomáticas, según las cuales Monti podría haber pedido a Merkel alguna concesión para evitar que su Gobierno cayera.
Por tanto, el propio Monti tiene razón cuando afirma en su entrevista a varios diarios el pasado viernes que esta vez Europa no puede fracasar. Pero tampoco le falta razón cuando añade que, si fracasa, un alza de los tipos de interés sería inevitable y podría salirnos muy caro. Por ello, hace bien aquél que no espera demasiado y sostiene que un Consejo que dé luz verde a una parte de estas medidas sería un éxito. Pero también hace bien aquél que -y espero que haya alguien que lo haga- predispone una especie de plan B para Italia, capaz de protegerla de la condenada hipótesis (como escriben los abogados en sus memorias judiciales) evocada por Monti.
Estamos en recesión, y los mercados saben de sobra que, en ausencia de un paraguas europeo, la tasa de crecimiento no nos ayudará a corto plazo a pagar nuestras deudas. Si, basándonos en esto, los intereses se disparan, corremos un riesgo realmente alarmante. Estamos acostumbrados a hablar de nuestra deuda al 120% del PIB como de una constante de los últimos veinte años, pero no es así. La deuda llegó a alcanzar el 103,6% en el año 2006 y se ha disparado hasta el 120% en estos últimos años, sobre todo por el mayor coste de los intereses. Por ello, ante el imperativo de poner freno a esta espiral y sin contar -repito- con intervenciones del exterior, sólo podemos seguir el consejo de un renombrado personaje que pide que no le citemos: demostrar que somos capaces de reducir nuestra deuda pública, incluso en el caso de que la economía real vaya peor.
Hasta ahora, el Gobierno de Monti ha perseguido, con una energía inusual, la vía de la imposición fiscal y de los recortes. Pero podría resultar insuficiente, tal y como ha sucedido en el pasado, cuando las nuevas acometidas de los tipos de interés supriman el fruto de años de sacrificio (ya que en el pasado también se hicieron sacrificios). He aquí la necesidad de volver a considerar la vía más eficaz, la reducción, inicialmente consistente y luego progresiva, de la deuda, que garantice un descenso a corto plazo por debajo del 100% -a salvo de contratiempos-.
Propongo de nuevo esta vía, no ya pensando en una especie de tantum patrimonial, descartada ya por las imposiciones consistentes que se han implementado en estos meses, sobre todo al patrimonio inmobiliario. Me refiero más bien a propuestas como las que hicieran Andrea Monorchio y Guido Salerno en un seminario celebrado en el Cnel el pasado 5 de junio. Son propuestas que se acercan a las que está elaborando el propio Gobierno para la cesión y la valoración del patrimonio público. Pero las completan con otras, y sobre todo las introducen en un pacto con los ciudadanos -a los cuales no se impondría un pago- y, además, se pediría la firma o bien de cuotas (rediticias) de patrimonio o de títulos especiales de deuda pública a tipos de interés inferiores a los que se encuentran en el mercado.
Mis mejores deseos para el Consejo Europeo. Sin embargo, preparémonos para un ensayo, que no será costoso pero sí requerirá un gran esfuerzo del catenaccio a la italiana.
Giuliano Amato, Primer ministro de Italia en 1992-93 y 2000-01.
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