El incendio incontrolado de la deuda pública concentra desde hace ya muchos meses la atención de nuestros dirigentes y ceba la información publicada de la que se alimenta cada día una sociedad que ya empieza a estar un poco harta de tanta agonía incesante. Sabemos que estamos en crisis y que urge sofocar las llamas de nuestro sistema financiero y de nuestra estructura de gastos, pero también necesitamos, por una mera cuestión de salud mental, que nuestros dirigentes nos aporten una brizna de esperanza en forma de planes para el día de mañana.
Es urgente recuperar la autoestima como nación, y ésta sólo se puede edificar desde un análisis claro de lo ocurrido, y a partir de la elaboración de un plan país que nos muestre con realismo los aspectos negativos que debemos corregir y los factores positivos, que también los hay, en los que nos debemos apoyar para iniciar la recuperación.
Es cierto que en España, al socaire de una relajación monetaria que prácticamente llevó a las instituciones financieras a regalar el dinero durante casi una década, se cometieron excesos por parte de todos, por las Administraciones Públicas y también por las empresas y los particulares. Pero de nada sirve lamentarse ya. Dilapidamos lo que teníamos y lo que nos prestaron, y probablemente no recuperemos en muchos años las pérdidas que la corrección de los precios en el mercado nos ha ocasionado. Sin embargo, la actitud saludable es reconocer los errores, intentar aprender para el futuro, limpiarnos las lágrimas y empezar a andar.
Ese revulsivo social que he llamado plan país debería señalar el camino que recorrer en los próximos años, aceptando que lo más realista, e incluso rápido, en tanto construimos otro modelo productivo basado en la innovación tecnológica y el valor añadido, es que la competitividad ganada vía rebaja de salarios y ajustes de plantilla puede servir de incentivo para la llegada a España de inversiones extranjeras. Cometimos excesos, es de justicia reconocerlo, pero también es verdad que el resultado de todas aquellas inversiones, tantas veces realizadas sin el respaldo del correspondiente plan de negocio que justificase su viabilidad, sigue ahí y va a seguir estándolo en el futuro.
Efectivamente, nos han quedado las deudas, pero también las infraestructuras. Unas infraestructuras inequívocamente del primer mundo, que se unen a otros muchos alicientes (tecnológicos, ambientales, culturales o geográficos) que deberían reforzar nuestro valor en el globo frente a cualquier inversor en busca de plataformas de producción o de distribución.
Por tanto, y a la vista de todas estas ventajas, ¿qué nos impediría ser de nuevo la fábrica de Occidente, una tierra fecunda para los negocios, no reñida con la calidad de vida? Pues bien, creo que nos falta volver a la sencillez, reducir el volumen de leyes con que nos abruman desde la Administración central hasta la autonómica y municipal, y que se interponen a la iniciativa personal y muchas veces atentan contra la libertad. Necesitamos una legislación fiscal que sea justa e incentive la reinversión, el emprendimiento y el ahorro, y que estreche los cauces a la economía sumergida. Y cerrar, por fin, una legislación laboral que nos homologue con Europa, proteja a los buenos empleados y no blinde a los desleales. Por último, es imprescindible instaurar la cultura del buen pagador. Es un desafío al sentido común y un freno para los negocios, que en este país, desde la Administración a la última pyme, se compren productos y bienes fiados a muchos meses o hasta el infinito.
A todas estas iniciativas se les llama hacer reformas estructurales, huyendo de las medias tintas y dando consistencia jurídica a una marca única hacia el exterior que debe llamarse España. Por muchas embajadas regionales que hayamos colocado por el mundo, para cualquier inversor o para cualquier ciudadano sólo existe una realidad, y se llama España. De la iniciativa legislativa del actual Gobierno, y de la responsabilidad del resto de fuerzas, depende que esta marca se presente con un aspecto compacto o agrietado por la proliferación de fuerzas en fuga. Los inversores quieren percibir una sola España en lo económico y en lo legislativo, y un único mercado.
Creo que vale la pena que meditemos sobre estos asuntos. Por difíciles que estén las cosas, se presentarán las oportunidades de comprender lo valioso que aún conservamos y de corregir definitivamente tantos deslices y desmanes que aún hoy nos siguen amenazando. Ojalá que, al ánimo apesadumbrado que hoy nos embarga, opongamos pronto un sentimiento de orgullo colectivo que, para ser auténtico, deberá estar alimentado por la voluntad inequívoca de cumplir cada uno en nuestro país con su deber. Y, al frente de todos, dando ejemplo, un Gobierno templado y resuelto a realizar las grandes reformas que se necesitan.
Clemente González Soler, Presidente de la Asociación para el Desarrollo de la Empresa Familiar de Madrid (ADEFAM).