
Hay una constante en nuestra historia económica. Los gobernantes siempre han gastado más de lo que ingresaban, lo que les ha obligado a endeudarse . A medida que crecía la deuda, debían aumentar los ingresos. Para ello, solían tomar decisiones dominadas por las urgencias del corto plazo. Por ello, en lugar de tomar medidas pro mercado, dirigidas a que éste funcionase mejor, se generase más riqueza y aumentase la base de recaudación, -proceso que lleva su tiempo- solían subir los impuestos, en connivencia incluso con grupos especiales de interés, a cambio de no tocar sus privilegios o, incluso, aumentarlos. Así, se obtenían ingresos fiscales de la Mesta, a cambio de concederle suculentos privilegios, lesionando los derechos de los agricultores, lo que condujo a la ruina de la agricultura castellana. Así, al subordinar las exigencias del mercado a las urgencias fiscales de los gobernantes la asfixia de la economía era inevitable y, por lo tanto, la caída de la recaudación, lo que daba lugar a un nuevo incremento de la deuda y, finalmente, a la bancarrota.
Este círculo vicioso solía ir acompañado de medidas que limitaban la libertad económica -el trigo no podía venderse libremente- y debilitaban los derechos de propiedad -los agricultores no podían cercar sus propiedades- y la capacidad del mercado para crear riqueza. Nada de ello debería sorprendernos, pues el Estado, sobre todo el Estado moderno, es una organización que suministra derechos de propiedad a cambio de impuestos y, lógicamente, pretende suministrar derechos de propiedad lo más débiles posibles a cambio de impuestos lo más altos posibles. Solo aquellas sociedades que equilibran la balanza de poder entre gobernantes y gobernados logran unos derechos de propiedad comparativamente más fuertes a cambio de unos impuestos comparativamente más bajos, lo cual es la base de su prosperidad.
Este esquema analítico fue formulado por North y Wallis para explicar la prosperidad de Inglaterra y Holanda frente al estancamiento de España y Francia en el siglo XVII y posteriores. Desgraciadamente, nuestra realidad no parece haber superado esta constante histórica. Si, en siglos anteriores, el endeudamiento se debió a la necesidad del monarca de financiar guerras en las que se involucraba en función de sus intereses dinásticos, hoy se debe a la conveniencia, tanto de la élite como de la gentry políticas, de buscar el favor electoral, imprescindible para mantenerse en el poder y disfrutar de sus dividendos.
El elemento más novedoso es que los ciudadanos también hemos incurrido en gastos excesivos, impulsados por el bajo coste de su financiación, como consecuencia de nuestra pertenencia al euro, moneda gestionada conforme a los intereses de Alemania y Francia. Ello ha dado lugar a un sobreendeudamiento, casi siempre innecesario, difícil de afrontar y a una delicada situación de muchas entidades financieras, las cuales subordinaron las exigencias de la prudencia en su actuación a la presión de la competencia, sin que ni el Banco de España ni el Ministerio de Economía fueran capaces de ponerles coto.
Gastos superfluos fuera
Como consecuencia, ni el Estado ni las entidades financieras pueden financiarse en los mercados mayoristas, sino tan sólo recurriendo al BCE. Las entidades financieras racionan el crédito y encarecen sus servicios, el Estado sube los impuestos y la economía se ahoga cada día un poco más. Ello muestra que seguimos instalados en nuestra constante histórica. Por supuesto, es necesario que desaparezcan todos los gastos públicos superfluos, pero no porque tengamos déficit, sino porque es una exigencia estructural de una economía eficiente; no deben recortarse los gastos necesarios, sino sólo los superfluos, sin caer en la fácil tentación de querer hacer pasar unos por otros. Hay que suprimir grasa, no músculo. Al igual que en siglos anteriores, nuestros gobernantes subordinan las medidas necesarias para que el mercado funcione eficientemente, a las urgencias fiscales para pagar unos gastos, en muchas ocasiones, no sólo innecesarios, sino perjudiciales para el buen funcionamiento del mercado y la creación de riqueza. La situación actual es una oportunidad para acabar con estas lacras históricas de nuestro nuestro progreso.
¿Cómo vencer nuestras actuales urgencias fiscales sin subir impuestos y sin dificultar el desarrollo del mercado? Solo podremos conseguirlo si somos capaces de generar confianza en acreedores e inversores. La confianza es el capital principal de cualquier sociedad, especialmente en un mundo globalizado. Hay que declarar la guerra a los gastos superfluos, introducir eficiencia en el mercado, venciendo las resistencias de los grupos especiales de interés y hacerlo con el respaldo de la sociedad civil y de la inmensa mayoría de la clase política, no sólo del partido gobernante, para garantizar la continuidad de la política económica.
Si no se hace así, los acreedores querrán cobrar lo que se les debe y no prestarán más o los harán en condiciones muy gravosas, y los inversores, tanto los nacionales como extranjeros, elegirán otros lugares con mejores oportunidades de negocio. En ese contexto, las presiones internacionales irán dirigidas a obtener garantías para que los acreedores actuales cobren sus créditos, antes que a adoptar medidas para el desarrollo del mercado y del crecimiento a largo plazo, lo que incentivará nuestro descrito círculo vicioso histórico.
El Gobierno se ha mostrado capaz de trabajar en la buena dirección porque ha sido capaz de adoptar decisiones difíciles. Debe seguir en esa línea, pero con mayor convicción y menos timidez y tacticismo, que no le van a dar más votos, pero sí van a restar eficacia a las medidas y a debilitar la quebradiza confianza de inversores y acreedores. Vencer todas las resistencias no es fácil. Lleva su tiempo, y, además, los resultados deseados no se producen inmediatamente. La Agenda 2010 de Schroeder y Merkel en Alemania comenzó a dejar sentir claramente sus efectos en torno a 2010, pero su primer efecto fue la derrota electoral de Schroeder, quizás como consecuencia de la impopularidad de las medidas, pero quizás, más probablemente, porque tardó demasiado tiempo en adoptarlas.
Fernando P. Méndez González, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.