El pasado martes, el BOE publicó el decreto ley "de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones".
Veintiséis años antes se promulgaba la Ley General de Sanidad, cuyo primer artículo declaraba con solemnidad que "son titulares del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria todos los españoles y los ciudadanos extranjeros que tengan establecida su residencia en el territorio nacional".
Después de un largo camino que hundía sus raíces en el régimen anterior, la democracia consagraba definitivamente la universalidad del derecho a la asistencia sanitaria. Ahora se nos ha explicado, y con argumentos razonables aunque opinables, que el modelo no era sostenible. Es decir, ya no se trata de alegar la herencia recibida para justificar recortes, que lógicamente hubieran debido ser revertidos una vez amortizada la referida herencia, sino de que este país no puede permitirse estructuralmente tanta generosidad en la concepción de la sanidad como un servicio público universal, gratuito y de calidad.
De acuerdo con esta tesis, el llamado copago -la financiación compartida público-privada- de algunas prestaciones, preferentemente farmacéuticas, parecía la solución. También era lógico emprender una lucha contra el fraude y la picaresca. Pero lamentablemente se ha ido más allá, y en un aspecto muy destructivo: el de la universalidad. Ahora, sólo tienen derecho a la asistencia sanitaria "aquellas personas que ostenten la condición de asegurado".
Como es sabido, los inmigrantes en situación irregular, los mayores de 26 años no cotizantes, los divorciados sin ingresos, etc, pueden quedar fuera del alcance del sistema sanitario. El ahorro que producirán estas exclusiones no es significativo. Por lo que es difícil de entender que, con el pretexto de la austeridad, el Gobierno haya querido arrogarse esta histórica mutilación de uno de los pilares más entrañados del Estado de bienestar.
Antonio Papell. Periodista.