Aunque el fundamento de lo que ahora se conoce como Estado de Bienestar se atribuye al canciller Otto von Bismark, que puso en marcha a finales del siglo XIX unos sistemas de protección social de carácter público, los antecedentes de este modelo se iniciaron en 1601 en Inglaterra con el establecimiento de la Poor Law Act. Una ley, según la cual, un comité parroquial era el responsable de la asistencia a enfermos, pobres y ancianos, mediante dinero u otro tipo de ayudas que recibían del Estado y de otras organizaciones, anotándose en los libros parroquiales la lista de beneficiarios, las prestaciones que se daban y cualquier otra incidencia. Además, debido a que se consideraba que la pobreza procedía del desempleo -qué verdad más actual-, la ley promovía que las parroquias buscaran trabajo a los pobres, lo que dio lugar a las casas de trabajo pensadas para las clases más desfavorecidas.
Como es sabido, el Estado de Bienestar se orienta a cubrir por el Estado aquellas necesidades que escapan de la capacidad individual para garantizar una vida suficientemente digna en aquellos aspectos que se consideran esenciales. Se trata, por tanto, de ofrecer un cierto tipo de protección a aquellas personas que, sin ayuda, entrarían en la senda de la marginación: una suerte de solidaridad interpersonal que permite a los seres humanos que la disfrutan tener confianza en sus congéneres en momentos de dificultad. Solidaridad que llega a ser intergeneracional cuando los más jóvenes están dispuestos a ayudar a los mayores si éstos pierden su capacidad de trabajar.
Equilibrio entre equidad y eficiencia
Básicamente, aunque las políticas sociales que sustentan el Estado de Bienestar han ido evolucionando en el tiempo, hoy este tipo de políticas engloba cuatro escenarios: pensiones, subsidio de desempleo, sanidad y políticas sociales, y educación, que llegan a ser universales en sus prestaciones sin tener en cuenta el nivel de renta de sus perceptores, tratando de asegurar el bienestar social de acuerdo con unos principios basados en la igualdad de oportunidades, la distribución equitativa de la riqueza y la responsabilidad pública en mantener esa equidad. Una de las grandes contribuciones de Europa al mundo, que hace que el ser humano pueda seguir teniendo confianza en sus congéneres, que le prestarán su ayuda en momentos en que la necesite.
Desde el punto de vista económico, el fundamento del Estado de Bienestar reside en la redistribución. Algo que obliga a la búsqueda de un equilibrio entre equidad y eficiencia. Criterios que se comprenden bien cuando se considera la atención económica de enfermos, mayores o desempleados, cuya asistencia proviene de forma directa de aquellos que están sanos y trabajan. Así, ciertas personas reciben sus prestaciones a modo de seguro gratuito, aunque previamente o con posterioridad sean ellos los que de manera solidaria contribuyan, o hayan contribuido, en lugar de percibir, en un ciclo de solidaridad que en teoría debería funcionar a la perfección siempre que los sistemas sean sostenibles económicamente. El Estado de Bienestar es, por tanto, una forma de seguro social extenso donde ciertos ciudadanos con problemas son atendidos por el Estado, que actúa como fiduciario de las aportaciones económicas de los contribuyentes. Aunque ya se entiende que altos niveles de equidad pueden conducir, como se ha dicho, a un sistema impracticable económicamente, ya que podría ser imposible asegurar unas coberturas sociales generalizadas en todo y para todos. Existiendo, por tanto, un punto óptimo económico entre equidad y eficiencia del sistema.
La gratuidad será imposible
La crisis económica ha puesto en primera fila el futuro del Estado de Bienestar y la modalidad de sus prestaciones tal y como lo conocemos. La gratuidad de las prestaciones en todos los casos se presenta ahora imposible, ya que sólo los capítulos de sanidad, servicios sociales y educación constituyen, en el caso de España, el 75% del gasto autonómico, es decir, alrededor del 27% del gasto estatal, y las otras dos partidas sumadas -desempleo y pensiones- representan, aproximadamente, el 15% del PIB. Un peso realmente importante en las cuentas públicas.
En este escenario, el Estado de Bienestar que conocemos desaparecerá. Y, poco a poco, la universalidad de las prestaciones gratuitas alcanzará su fin. La actual ley de pensiones, aunque haya corregido en algo su curso, sufrirá nuevas modificaciones en pocos años: la curva demográfica, cuya tendencia estima 1,30 personas en edad de trabajar por pensionista en 2049, obligará mucho antes a nuevos ajustes. La lacra del paro, cuyo ajuste a cotas más aceptables llevará años, impondrá esquemas más rigurosos en los prestatarios. La educación, aún siendo el capítulo de gasto menor, está necesitada de una profunda reforma por su baja calidad y, en consecuencia, se verá obligada a modificar muchos de sus esquemas tradicionales para dotarlos de mayor eficiencia, incluido el aumento de las tasas universitarias. Y respecto de la sanidad en su conjunto, poco importará cómo se denominen los nuevos métodos de pago por las prestaciones, lo que es seguro es que la gratuidad de todo y para todos ha llegado a su fin.
Eduardo Olier, director de la Cátedra de Geoeconomía, Universidad San Pablo CEU.