
Al final, no es la política la que embrida la economía, como clamaba en su día Julio Anguita y demandan sus epígonos, sino que más bien es la aritmética la que impone sus reglas tozudas a la política.
El Gobierno anterior presentó a la Comisión Europea un Programa de Estabilidad que se consiguió flexibilizar en un año respecto de las demandas de Bruselas, lo que nos permitió pensar en un cumplimiento que era igualmente imposible. El Ministerio de Economía y Hacienda descentralizó la responsabilidad, asignó déficits impracticables a las Comunidades Autónomas, un superávit muy optimista a la Seguridad Social y, al final del ejercicio, las desviaciones nos devolvieron al mundo real.
Con el actual Gobierno, hemos creído unas semanas enfervorizados que el prestigio del Ejecutivo había ganado cualidades taumatúrgicas. Íbamos a conseguir que la Comisión Europea autorizara un déficit más realista, de la mano de reformas abruptas que en nuestra actual situación generarían más déficit, en forma de mayor paro y menores salarios. Este esfuerzo se nos va a reconocer, pensábamos.
Necesitamos medidas eficientes
Pero la Comisión únicamente ofreció a España reducir el efecto negativo que la modificación del año base (que ha pasado de 2000 a 2008) tenía para nuestras cuentas públicas, lo que significa escasamente entre dos y tres décimas de PIB. Y ante esta situación, el Gobierno ha respondido a lo que se esperaba. Es decir, ha transmitido a la opinión pública la sensación de que controlaba lo inexorable. Como el objetivo de déficit no podía cumplirse, y el Gobierno anterior ya había agotado la estrategia de intentarlo hasta el final, ahora renunciamos desde el principio del año, para que el resultado no parezca consecuencia de la necesidad, sino fruto de la virtud. Y, eso sí, seguimos descargando la mayor parte del esfuerzo en otras Administraciones.
El Gobierno podría pactar con las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos la gestión concertada de servicios públicos que están duplicados, a veces entre diferentes departamentos de una misma Administración. Podría discutir con los interlocutores sociales qué partes del déficit de la Seguridad Social van a bascular sobre mayores aportaciones del Estado, las Reservas de las Mutuas, el Fondo de Prevención y las medidas de control. Debería definir las estrategias más eficientes para reducir gastos en el sector público sin disminuir servicios. Necesitaría dar prioridad a las inversiones públicas fundamentales, en vez de prolongar en el tiempo todas las obras por igual. Podría discutir con las Comunidades que beneficios fiscales hay qué mantener para generar empleo, y cuáles son menos importantes en un año de recesión como el presente. Pero ninguna de estas decisiones ha comenzado a abordarse. Eso sí, llevamos varias semanas deshojando la margarita del déficit (cumpliremos, no cumpliremos), y jugando al ratón y al gato con las previsiones. Pedimos previsiones a Bruselas cuando los únicos datos que manejan son los que suministramos los Gobiernos nacionales y, como es lógico, nos devuelven la pelota retrasando sus decisiones.
De continuar así, nuestras buenas intenciones no pasarán de la epidermis. Como no podemos vincular mejor remuneraciones y productividad, disminuimos salarios. Como no podemos actuar sobre la acumulación de diferentes percepciones públicas ni buscar salidas para empleados que ocupan puestos innecesarios, despedimos interinos, suprimimos becas y, en general, actuamos sobre los más jóvenes, los peor pagados y los que más trabajan. Como no podemos primar la eficiencia, aplicamos cortes longitudinales que suprimen a la vez magro y grasa, servicios esenciales y gastos improductivos, inversiones y despilfarro.
El efectismo no sirve
Y mientras tanto, el paro sigue creciendo, la pérdida de puestos de trabajo golpea en especial al comercio por la retracción del consumo, y la ratio entre empleados y pensionistas se ha deteriorado tres centésimas en dos meses, lo que de continuar nos indica que vamos a sufrir el peor año para la Seguridad Social de los que se tienen noticia, incluidos las décadas finales del siglo pasado.
El prestigio de nuestro país no gana porque reconozcamos el inevitable incumplimiento de los objetivos de estabilidad a comienzos de año, en vez de esperar al final. Ni porque el Gobierno reconozca que el paro va a seguir subiendo, después de haber anatemizado al anterior por estos incrementos. Aunque vivamos, como gráficamente señalaba un pensador francés, en la "sociedad del espectáculo", el prestigio se gana con medidas a medio plazo que busquen el efecto y no el efectismo, y que tengan algo de profundidad. Creer que la reforma financiera y la laboral van a devolver los márgenes de ingreso perdidos a los Presupuestos de las Administraciones Públicas a corto plazo es caer en el puro doctrinarismo.
Octavio Granado, exsecretario de Estado de la Seguridad Social.