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La primera pieza de un ajuste energético

A finales de enero de 2012, el Gobierno aprobó el Real Decreto-ley 1/2012, que suspende, temporal pero indefinidamente, los incentivos económicos para nuevas instalaciones de producción de energía eléctrica con fuentes de energía renovables, cogeneración y residuos. De las declaraciones gubernamentales cabe inferir que este real decreto-ley se ha promulgado para frenar el crecimiento del denominado déficit tarifario eléctrico; lo cierto es que la norma contribuye también, y sobre todo, al proceso de ajuste que necesita la economía española.

Como es sabido, el gran problema de la economía española es su fortísimo endeudamiento, entre los mayores del mundo. Durante los últimos años, la inversión pública y privada ha superado considerablemente al ahorro interior, financiando el ahorro proveniente del exterior la diferencia entre ambas magnitudes. Siendo importante el endeudamiento del sector público, el rasgo más característico de la situación española es que el sector privado está más endeudado aún.

La economía española está obligada a reducir su endeudamiento, realizando un ajuste que, en términos macroeconómicos, ha de consistir en el aumento del ahorro interior y en una disminución de la inversión. Aunque en parte se produce de modo automático, frenando el sector privado su volumen de inversión allí donde existe exceso de capacidad productiva, el Gobierno está obligado a formular una política de ajuste que ha de tener su vertiente sectorial, consistente en paralizar o reducir el volumen de inversión pública y revisar los mecanismos regulatorios que han inducido -y aún inducen- al sector privado a invertir en exceso. En concreto, el Gobierno español ha venido utilizando una regulación energética que ha inducido a los agentes privados a realizar una voluminosa inversión que ha terminado por provocar un importante exceso de capacidad productiva (potencia instalada).

En este sentido, el Real Decreto-ley 1/2012 contribuye a la política de ajuste necesaria para eliminar el citado desequilibrio básico. Tanto las empresas como las autoridades energéticas han venido suponiendo que el crecimiento del consumo eléctrico registrado desde 1997 no iba a frenarse nunca, embarcándose desde 2002 en un intenso y prolongado proceso inversor en plantas de producción eléctrica que, junto al reciente estancamiento del consumo eléctrico, explica la aparición de potencia instalada ociosa.

Esta reciente evolución recuerda episodios de hace dos décadas y explica que el freno impuesto a las energías renovables sea ya conocido como moratoria renovable. En 1972, el Plan Eléctrico Nacional (PEN), con previsiones de demanda basadas en la mera extrapolación de los elevadísimos crecimientos del consumo eléctrico que venían registrándose desde 1964, estableció la construcción de siete nuevos reactores nucleares. La recesión de las crisis del petróleo de 1973 y 1979 puso de manifiesto lo equivocadas que estaban las previsiones. En 1975 y 1978 el aporte nuclear a la producción eléctrica que el PEN fijaba en el 56 por ciento fue recortado dos veces hasta situarlo en el 37 por ciento y, finalmente, en 1984 se decretó la denominada moratoria nuclear, que redujo en 5.000 MW la potencia instalada de tecnología nuclear, lo que implicó achatarrar cinco centrales nucleares a medio construir. Estas plantas no fueron sustituidas y el sector eléctrico funcionó durante 20 años con casi la misma potencia instalada, teniendo que esperar al año 2002 para verla aumentar significativamente.

Los que discrepan del Real Decreto-ley 1/2012 argumentan que el exceso de potencia instalada no está provocado, exclusivamente al menos, por las inversiones en instalaciones renovables, ya que también es consecuencia de más de 60 plantas de ciclo combinado de gas natural, algunas instaladas después de 2008, y del apoyo recibido por el carbón nacional que mantiene en funcionamiento una potencia instalada que el mercado había retirado.

La baja rentabilidad -o, al menos, la rentabilidad inferior a la esperada- que las empresas eléctricas están obteniendo con sus ciclos combinados es consecuencia de la sobreinversión en la que han venido incurriendo y resultado lógico de que estas plantas no tienen garantizada rentabilidad alguna. Sin embargo, el exceso de capacidad productiva originado por el apoyo a las fuentes renovables de energía eléctrica y al carbón nacional tiene su origen en la actuación de las autoridades energéticas y, por ello, es consecuencia de una política energética, cuando menos, defectuosa.

En el sector energético pueden distinguirse tres tipos de inversión. El primero es el que realizan normalmente las empresas (adquiriendo instalaciones -ciclos combinados, por ejemplo- que incorporan a su proceso productivo) que operan en condiciones de libre mercado. El segundo tipo de inversión es el que se materializa en nuevos activos regulados (redes de cables eléctricos, redes de gasoductos, plantas de regasificación y almacenamientos de gas natural), caracterizados por percibir una retribución fijada por la regulación en una cuantía que es independiente del grado de utilización de tal activo y frecuentemente muy elevada, teniendo en cuenta el nulo riesgo en el que se incurre. Por último, se encuentra la inversión en activos que cuentan regulatoriamente (electricidad de fuentes renovables) con una muy elevada retribución fija a modo de retribución mínima. En la última década, la inversión energética ha sido muy elevada en todas las categorías, siendo la retribución de los activos regulados (redes de cables y de gaseoductos) y de las energías renovables muy elevadas.

En el ámbito energético, el Gobierno ha de instrumentar una política de ajuste centrada en frenar la inversión en activos regulados (infraestructuras del transporte y la distribución de electricidad y de gas natural) y frenar, tal como ha hecho mediante el Real Decreto-ley 1/2002, la inversión ejecutada por agentes privados, pero inducida por una regulación tan generosa como ineficiente. La producción eléctrica de fuentes renovables está caracterizada por unos rasgos muy especiales: la inversión total, y su distribución por tecnologías, está determinada por las autoridades energéticas nacionales y el volumen que invierte cada empresa es fijado por los gobiernos autonómicos (creadores de redes clientelares o/y sometidos a ellas); por otro lado, los promotores obtienen unas rentabilidades sustanciosas sin incurrir en riesgo significativo alguno.

La suspensión temporal de las energías renovables persigue un segundo objetivo: eliminar la muy importante contribución que estas fuentes de energía están teniendo en el crecimiento del déficit tarifario eléctrico, problema éste que es consecuencia de la negativa de los distintos Gobiernos a que las tarifas de acceso (y, por ello, el precio del suministro eléctrico) crezcan al mismo ritmo que lo hacen los numerosos costes que ellas sufragan, entre los que están las primas a las plantas de energías renovables y la desmedida retribución de los activos regulados.

Es difícil negar las bondades de las energías renovables, aunque ciertamente los argumentos frecuentemente utilizados para su defensa indiscriminada son totalmente discutibles. El Gobierno ha de plantearse cuánto y en qué circunstancias la sociedad española debe pagar por las energías renovables, debe decidir también en qué medida apuesta por unas tecnologías y en cuál por otras y, sobre todo, ha de conseguir que los estímulos para el desarrollo de estas tecnologías tengan su contrapartida empresarial, en términos de asunción de riesgos y de rentabilidades moderadas. El Gobierno debería aprovechar la moratoria para diseñar mecanismos competitivos (subastas) encargados de asignar las instalaciones subsidiadas (que deberían pasar a ser subvencionadas) entre las empresas aspirantes.

Dos defectos saltan a la vista en este Real Decreto-ley 1/2012: haber autorizado todas las inversiones preinscritas en el existente registro adhoc existente y no haber eliminado, o haber sustituido por una regulación menos falaz, los apoyos que recibe el carbón nacional. La necesaria continuación de esta política de ajuste debería recoger estos aspectos.

Muchos sectores productivos están encontrando serias dificultades para obtener los recursos financieros que necesitan. Una correcta política de ajuste energético debe evitar que los escasos recursos financieros se canalicen hacia actividades que, por un lado, provocan un reducido grado de utilización de otros recursos productivos y, por otro lado, retribuyen, sin dificultad alguna, tales recursos financieros merced a una regulación que transmite tales costes a unas tarifas de acceso que, posteriormente, el Gobierno impide que sean pagadas. Esta secuencia de desequilibrios hay que romperla.

Luis Albentosa, economista y miembro del Consejo Editorial de elEconomista.es.

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