La reforma laboral, recientemente aprobada por el Gobierno, contribuirá a mejorar la productividad de las empresas y, por lo tanto, su competitividad, lo que, a su vez, facilitará la creación de puestos de trabajo, aunque más bien a medio y a largo plazo. En efecto, a largo plazo, ayudará a posibilitar que en las fases expansivas del ciclo económico se contraten más empleados y en las recesivas se despidan menos, evitando así la vergonzosa tasa de desempleo que nos asola. A corto plazo, sin embargo, la reforma contribuirá a aumentará el paro. Ésta es una consecuencia inevitable si se hace en una fase recesiva, sobre todo para una reforma que persigue aumentar el empleo por la única vía posible, esto es, el incremento de la productividad.
Este efecto inicial difícilmente será entendido -y mucho menos aceptado- por los afectados, como es lógico. Será aprovechado, además, por las diferentes opciones políticas fuera del Gobierno para mejorar su posición electoral y, por lo tanto, sus opciones de gobernar. Ello dibuja un difícil panorama político a corto y a medio plazo, que el Gobierno ha de saber gestionar adecuadamente, explicando con sencillez los ejes de la reforma y la secuencia temporal de resultados que se espera de ella.
En este aspecto, un grave problema de la reforma aprobada por el Gobierno consiste en que adolece de algunos desequilibrios internos que harán que, a corto plazo, aumente el desempleo más de lo necesario. De ellos, el principal es el mantenimiento de la dualidad del mercado de trabajo o, en otros términos, de los contratos temporales, aun cuando se haya reducido su concatenación temporal a veinticuatro meses.
Si, antes de la reforma, los empresarios, ante la falta de flexibilidad interna, preferían ajustar despidiendo a pesar de su coste, era porque tenían a su disposición contratos temporales, con menores retribuciones y un coste nulo de despido, lo que les compensaba el coste del despido de los empleados fijos.
La reforma abarata el despido -aunque sin llegar a homologarlo con los países de nuestro entorno como hubiera sido lo deseable, a fin de evitar a nuestras empresas costes diferenciales en su perjuicio- e introduce flexibilidad interna.
Dicha flexibilidad debería disminuir el recurso al despido, pues permite modificar horarios, salarios y funciones. Puede argumentarse, incluso, que el mantenimiento de la posibilidad de contratación temporal aumenta la potencia de la flexibilidad como recurso para evitar los despidos. Creo, sin embargo, que la posibilidad de recurrir a los contratos temporales sigue siendo una tentación excesiva, especialmente tras el abaratamiento del despido.
Por la vía de la contratación temporal, los empresarios podrán ahorrar más costes salariales y de despido que por la vía de la flexibilización interna. De modo que seguirán despidiendo y, probablemente, a mayor velocidad, dado el menor coste del despido y la pervivencia de la contratación temporal.
Dicha pervivencia dificultará que los outsiders -los temporales y los parados- se conviertan en insiders -fijos-, pues, antes de hacerlos fijos, los empresarios apurarán las posibilidades de sustituirlos por otros outsiders. Y, por esta vía, se puede llegar a la generalización progresiva de un modelo laboral compuesto mayoritariamente por outsiders. Todo ello debido a que los empresarios ajustarán racionalmente sus costes al cálculo cortoplacista y corporativo de sus propios intereses por parte de los insiders y de sus representantes sindicales, justo por la falta del pulso del Gobierno al no atreverse a acabar con la contratación temporal, pues la limitación introducida es insuficiente.
Antes este panorama, no es de extrañar que nuestros jóvenes -especialmente los mejor formados-, si quieren construir su vida y labrarse un futuro -y quieren-, prefieran emigrar fuera de nuestras fronteras, pues casi cualquier opción es mejor que el sombrío panorama que se les ofrece aquí. Pero que buena parte del talento emigre porque aquí no encuentra oportunidades es un grave problema que debe ser resuelto con la mayor prioridad.
La reforma necesita, pues, reequilibrarse: debe ajustar los costes del despido a los existentes en los estados centrales de la Unión Europea y, al propio tiempo, eliminar los contratos temporales, así como las subvenciones y demás elementos distorsionadores.
A pesar de ser una reforma valiente y muy positiva, si no se reequilibra puede acabar fracasando. Debemos ser conscientes de que la economía aún tardará muchos trimestres en recuperarse y de que, a corto plazo, aumentará el desempleo y bajarán los salarios. La presión política que ello ejercerá sobre el Gobierno va a ser muy fuerte.
Se achacará la responsabilidad del aumento del desempleo a las medidas introducidas en la reforma laboral, básicamente al abaratamiento del despido y a la flexibilidad, cuando la realidad será exactamente la contraria: en la parte imputable a la regulación del mercado de trabajo, el aumento del desempleo se deberá a las medidas no introducidas por la reforma -por ejemplo, supresión de los contratos temporales- y a las introducidas insuficientemente -por ejemplo, requisitos para la prevalencia del convenio de empresa-. Con ello se corre el riesgo de que el Gobierno comience a replegar velas -como ya sucedió en el pasado- y volvamos a reinstaurar un modelo laboral que en las fases expansivas no consigue bajar el desempleo del 8%, y en las recesivas llega a superar ampliamente el 20%. Y eso sí sería un fracaso histórico.
Fernando P. Méndez González, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.