
En el Consejo de Ministros del pasado 3 de febrero, el Gobierno aprobó una reforma del sistema financiero que se enmarca en un programa global de estabilización y crecimiento de la economía española. Esta reforma tiene una importancia capital. Una economía de mercado es incapaz de funcionar sin un sistema bancario sólido; en su ausencia es imposible canalizar el ahorro hacia sus usos más productivos. Además, la esencia del negocio bancario, la creación de crédito, es también una fuente de poder y de rentas. Por ello, los abusos cometidos en el desarrollo de esta actividad financiera atacan al corazón del capitalismo, esto es, a su legitimidad. Es en este sentido en el que puede afirmarse que el tándem regulador-supervisor del sistema financiero ha desempeñado un papel nefasto.
El Banco de España no hizo nada para prevenir la crisis financiera y, en colaboración con el socialismo reinante, emprendió una fuga hacia adelante que no ha servido para nada, salvo para derrochar unos 23.000 millones de euros del dinero de los contribuyentes. Este monumental fallo de Estado es la base del problema. Las crisis bancarias son siempre el producto de una mala gestión, definida por un crecimiento crediticio y por una asunción de riesgos excesivos. En un sector regulado esto es imposible sin la cooperación del organismo supervisor. Las acciones y omisiones del Banco de España generaron incentivos perversos, cuyo efecto principal fue la puesta en peligro de la solvencia del sistema financiero y el cuestionamiento, por amplias capas de la opinión pública, de su integridad. Los mercados han terminado por percibir esta realidad, lo que ha contribuido a cerrar el acceso de la mayoría de los bancos y cajas españoles a la financiación externa privada. Sin el suministro de liquidez del BCE, el sistema financiero español hubiera colapsado.
Las opciones del Gobierno
Ante este panorama, el Gobierno tenía dos opciones. Primera, realizar una masiva inyección de dinero público en aquellas entidades financieras sanas que adolecían de falta de liquidez para evitar su insolvencia. Esto suponía bien asumir un coste incompatible con el programa de consolidación presupuestaria, bien solicitar ayuda externa, aceptando la intervención de la economía española.
Segunda, forzar a las instituciones de crédito a sanearse con sus propios recursos, minimizando la aportación de fondos públicos e incentivando procesos de integración cuya resultante sea la creación de entidades solventes y viables. Esta última ha sido la alternativa elegida por el Gabinete del Partido Popular, cuya implantación conduce a aflorar el auténtico estado patrimonial de las entidades financieras; a diferenciar entre las entidades solventes de las que no lo son y, por último, a ajustar el valor de los activos tóxicos a la realidad del mercado. De este modo, se sientan las bases para limpiar el sistema, único camino para reactivar el canal del crédito y estimular que los mercados mayoristas se abran, acepten y atiendan la demanda de financiación de los bancos y cajas españoles.
Ahora bien, el marco normativo de la reforma concede al Gobierno un amplio margen de discrecionalidad. El principal riesgo de la nueva situación es el apoyo o la aceptación de operaciones de integración inviables, bancos zombies, pero respaldadas por una fuerte presión política, como sucedió con la fusión de las cajas gallegas o de Caja Madrid con Bancaja. Desde esta óptica, el Gobierno se juega la credibilidad de su reforma en la ejecución de su estrategia de saneamiento y, sobre todo, en la reestructuración del sistema financiero.
¿Reactivará los flujos crediticios?
La pregunta clave es: ¿servirá la reforma para reactivar los flujos crediticios? La respuesta es que sí, pero no de inmediato. El obligado saneamiento de bancos y cajas, sus elevadas necesidades de capitalización y refinanciación unidas a la contracción del PIB en 2012 restringirán la oferta de préstamos. A su vez, en un entorno recesivo de aumento del paro y de la morosidad y de necesario desapalancamiento de los agentes privados, la demanda solvente de crédito disminuirá. Este conjunto de elementos o bien equilibrará los flujos del sistema o bien situará las necesidades de capital de los bancos y de las cajas por encima de los 50.000 millones de euros proyectados por el Gobierno.
Para que el crédito fluya al conjunto de empresas y familias españolas es necesario que se cumplan, al menos, dos condiciones. Por un lado que la inestabilidad financiera producida por la denominada crisis de deuda soberana se vaya resolviendo y, por otro, que el resto de las entidades financieras europeas vuelvan a confiar en los bancos españoles. Con esta reforma, el sistema financiero español va a recuperar credibilidad ante los oferentes de fondos prestables, mayoritariamente europeos. De cualquier modo, es bueno que sepamos que si esta reforma no produce efectos instantáneos no será porque esté mal diseñada o mal ejecutada.
¿Concede la reforma demasiado tiempo a las entidades para realizar el ajuste? Si para sanearse los bancos-cajas proceden a una venta masiva y simultánea de sus activos, el precio de éstos puede caer en picado y los recursos obtenidos de su enajenación resultar insuficientes para rebajar su endeudamiento, pudiendo incluso aumentar en términos reales. En este supuesto, los bancos cortarían sus préstamos, la contracción crediticia se agudizaría, las quiebras se incrementarían, las tensiones financieras aumentarían y el valor de los activos se desplomaría ante la necesidad de los agentes privados de vender a cualquier precio para pagar sus préstamos. Esa desagradable y peligrosa dinámica deuda-deflación es una amenaza latente, en especial porque la liquidez suministrada por el BCE a las institu- ciones financieras no se emplea ni en limpiar sus balances ni en suministrar recursos a la economía real, sino en adquirir deuda pública. Éste es un asunto crucial por el que el Gobierno ha pasado de largo.
Tres consideraciones últimas. En primer lugar, la mayor parte de los Gobiernos del mundo occidental han adoptado soluciones a sus respectivas crisis financieras que han implicado altos costes para el contribuyente, generando un alto nivel de malestar entre sus clases medias. Por el contrario, la reforma que acaba de promulgar el Gobierno español está diseñada para que esto no ocurra en nuestro país. En segundo lugar, no debe olvidarse que la interrupción del funcionamiento del sistema de pagos de un país o la existencia en éste de una alta incertidumbre tienen una capacidad destructora en términos económicos muy superior a la que pueda producir la interrupción de otro servicio público (cualquier modo de transporte, suministro energético e incluso la asistencia sanitaria). La reforma que nace con el mes de febrero conjura definitivamente este riesgo. En tercer lugar, la limitación de la remuneración de los ejecutivos y consejeros de las entidades nacionalizadas o receptoras de préstamos del Estado está justificada. En las empresas con dueño, éstos pueden pagar a sus ejecutivos lo que quieran porque soportan el coste de esa decisión. Este principio se extiende incluso a aquellas corporaciones perceptoras de dinero público, salvo que el prestamista condicione el suministro de tales fondos al recorte de salarios de sus administradores. Sin embargo, esa lógica no es aplicable a las cajas de ahorros. Sus órganos de gobierno son elegidos por una entente político-tecnocrática que ejerce derechos de propiedad sin título y se controla así misma. Por tanto, el Gobierno tiene la auctoritas para regular los salarios de sus cúpulas directivas tanto si reciben su asistencia como si no. ¿Quién da más?