Firmas

Miguel Cuerdo Mir: Consistencia y eficacia de las primeras medidas del Gobierno

Las medidas recientes del Gobierno, una reducción del gasto público y un aumento de los impuestos, se justifican tanto en la inmediatez de un déficit público en 2011 mayor de lo previsto como en la obligación constitucional de consolidación fiscal; en el no menos importante compromiso nacional con la continuidad y estabilidad de la zona euro; y, también, en la perspectiva negativa de crecimiento económico para los próximos trimestres. Ahora bien, no está tan claro por qué se ha hecho de este modo.

Es cierto que la necesidad de estabilización de las cuentas públicas llamaba a la puerta del Estado con el desasosiego creciente de una prima de riesgo elevada -algo que, por cierto, pagan todos los agentes económicos, individuales y jurídicos que necesiten financiación y lleven en la frente la marca España-. Al perder el Estado su poder discrecional para mantener su solvencia de manera indefectible, con abultados desequilibrios de las cuentas públicas y cuando ya no se dispone de la posibilidad de financiar autónomamente esos desajustes con inflación, es imperativo una señal inequívoca de ajuste fiscal -si bien, muy probablemente, ni la última ni la definitiva-.

Formas de realizar la consolidación fiscal

Pero no es menos cierto que el esfuerzo de consolidación fiscal se puede hacer de modos diferentes y en la expectativa de resultados también distintos. En este sentido, dos cuestiones llaman la atención. La primera es que el Ejecutivo lo haga aparcando transitoriamente el contrato suscrito con los electores en cuanto a subida de los impuestos se refiere. A mayor abundamiento del asunto, lo hace con un aumento de los gravámenes directos sobre la renta del trabajo y del capital -aparte, el alza de la contribución urbana, que también se puede entender como una especie de tributo directo sobre el patrimonio inmobiliario-. Es decir, afectando al grueso de las rentas y patrimonios medios más visibles, que son los que más y mejor contribuyen -con menos costes para el Estado-, pero también los que sustentan con sus votos las mayorías y la estabilidad política en los parlamentos.

Parece razonable suponer que el Gobierno ha tenido que realizar alguna reflexión en este mismo sentido. Por tanto, en la lógica de su propia supervivencia, se debe asumir que el Ejecutivo entiende que el contrato del político con el elector se tiene que referir al conjunto del ciclo político, subrayando el carácter transitorio de las medidas y no tanto las bondades intrínsecas de todas ellas. Es decir, se manda la señal de que se incumple el contrato electoral temporalmente por imperiosa necesidad y no por convicción previa. Pero a la vez se interpreta que en un momento posterior este quebranto será resarcido con creces. En definitiva, como si se comprometiera a que la corriente actualizada de impuestos pagados en relación con la renta obtenida a lo largo del ciclo político -periodo legislativo- se va a mantener al menos constante, comparada con el ciclo anterior.

Para que se cumpla, uno no se puede entretener mucho, por ejemplo, en las bondades de un aumento de la progresividad impositiva, porque en algún momento -probablemente no muy bonancible aún desde el punto de vista del ciclo económico- habrá que reducirla, suponemos que por convicción y para cumplir con lo pactado. En cambio, el Gabinete debería hacer los esfuerzos necesarios para explicar su propia convicción de que una reducción del gasto en relación con el PIB, sin poner en peligro el Estado del Bienestar, es un objetivo deseable y perseguible a todas luces. Si no es así, más allá de las medidas concretas aprobadas, se plantea un asunto de consistencia dinámica en la actuación del Gobierno, no solamente desde el punto de vista de las decisiones, sino también de las explicaciones a raíz de las cuales pueden aparecer algunas incertidumbres respecto a la orientación efectiva de la política económica en este ciclo político tan delicado.

Una solución a corto plazo

El otro punto que llama la atención de las medidas es que, más allá de la limitada instrumentación de la política económica, la elección de metas de corto plazo con el instrumental que se ha utilizado pone fecha de caducidad a su propia eficacia. En este caso, el Gobierno ha preferido un objetivo de ajuste de las cuentas públicas a corto plazo para reducir tensiones en los mercados de deuda y en el mercado político del euro. Pero debe ser consciente de que al utilizar para ello una mayor imposición sobre las rentas del trabajo, no solamente disminuye las posibilidades productivas de éste, como nos enseñaron los economistas Mirrlees y Vickrey, sino que también distorsiona aún más los precios de este mercado en un momento crítico, no solamente por la anunciada reforma del mercado de trabajo, sino porque de la crisis no se puede salir creando empleo neto con una imposición implícita media sobre las rentas del trabajo (impuestos más cotizaciones) por encima de la media de la OCDE.

Del mismo modo, en un país con un nivel de endeudamiento agregado público y privado como el nuestro, una mayor distorsión del mercado de fondos prestables con subidas de los tipos impositivos sobre las rentas del capital desincentiva todavía más el ahorro, tan necesario en estos momentos para el equilibrio exterior y el crecimiento futuro. En consecuencia, la necesidad de crecimiento económico con creación de empleo neto obliga a una mayor disponibilidad de factores primarios competitivos y a una menor distorsión en los precios de esos factores debida a la fiscalidad -o lo que es lo mismo, obliga a una mayor neutralidad fiscal-. Así las cosas, queda pendiente el necesario ajuste de competitividad factorial al que será difícil que sobrevivan las medidas impositivas recientes. Quizás por ello, se da credibilidad a las razones de necesidad y temporalidad de las mismas.

Miguel Cuerdo Mir, profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky