Si algo estamos aprendiendo con la crisis de deuda es que el déficit público es un mal negocio para las Administraciones Públicas, para las empresas y para los ciudadanos.
Durante los últimos cuatro años, el desequilibrio público acumulado supera el 30% del PIB, es decir, más de 300.000 millones de euros. Se puede alegar que estamos atravesando la crisis más importante de los últimos años. Sin embargo, este hecho debería haber servido para que toda la sociedad orientara su lucha contra la crisis en el mismo sentido. Pero no ha sido así. Mientras las familias y las empresas han entendido la necesidad de una reducción de los gastos para adaptarlos a unos ingresos más bajos, las Administraciones Públicas han dilatado una decisión a la que hay que hacer frente ahora, tarde y de forma dolorosa, y con una prima de riesgo que ha llegado a alcanzar los 500 puntos básicos.
Un ajuste necesario
El incumplimiento del objetivo de déficit de 2011 en más de 20.000 millones de euros supone que este ajuste haya que hacerlo este año, y acumularlo a los 16.000 millones que ya estaban previstos. La alternativa a no hacerlo es prolongar una agonía que dura ya más de cuatro años, demasiado tiempo. Al final, la mala gestión de las cuentas públicas la pagan las empresas y los ciudadanos. Por ello es tan importante establecer un marco de reglas claras que limiten los excesos presupuestarios.
En 2012, una vez más, hay que pedir a las empresas y a los ciudadanos un esfuerzo para reconducir la situación. Probablemente ellos son los primeros en entender que las deudas hay que pagarlas, y por ello comprenden la necesidad de ese esfuerzo. El problema es cuando ese ahínco cae en saco roto, como ha ocurrido con la bajada del sueldo de los funcionarios o con la subida del IVA. No se puede repetir la situación. Por ello hay que afrontar la situación de forma global, entre todos y con un objetivo común: el crecimiento y la creación de empleo.
Buen momento para las reformas pendientes
Es cierto que nos enfrentamos a un año complicado, uno más. Sin embargo, la situación ofrece una buena oportunidad para abordar reformas pendientes desde hace años, entre ellas, la del sector público. Un primer paso, muy importante, ha sido la reforma constitucional, que permite reforzar el control sobre el déficit no sólo del Estado, sino también de las comunidades autónomas.
Las autonomías son las responsables de las tres cuartas partes de la desviación del déficit el año pasado. No se pueden adoptar compromisos creíbles con Europa ni con los inversores si no se aborda una reforma que incluya a todas las Administraciones Públicas. Las CCAA y las corporaciones locales gestionan el 50% del gasto público y de ellas depende, en gran medida, el éxito o el fracaso del esfuerzo que se les está pidiendo a los ciudadanos. La Administración Central, no obstante, sigue siendo la mayor responsable del déficit público. Aunque su gasto no representa más que un 20% del total, su déficit supone el 60%.
La crisis siempre ha tenido un importante componente financiero que se ha agravado posteriormente con el incremento de la necesidad de financiación del sector público y la reducción del ahorro público. El sector público acapara el doble de lo que necesita el país para financiarse. Esto supone detraer recursos de las empresas y los ciudadanos, que son los que mayoritariamente invierten y consumen.
Hacia un círculo virtuoso
Es fundamental, para cambiar el sentido del círculo, de uno vicioso a otro virtuoso, incrementar el ahorro público. En estos momentos, esto sólo puede hacerse con un mayor control y eficiencia del gasto corriente.
Durante los últimos 10 años, el gasto público del conjunto de las Administraciones Públicas se ha multiplicado prácticamente por dos, desde los 246.000 millones de 2000 hasta los 477.000 de 2010. Esto supone un incremento de 6,5 puntos del PIB, hasta representar más del 45% en la actualidad.
Cada punto porcentual de ahorro en el gasto público equivale, por tanto, a casi 5.000 millones de euros, que representa un tercio de la recaudación por el Impuesto de Sociedades o un 10% del IVA. Cualquier sacrificio que sirva para mejorar la eficiencia del gasto público redundará en un menor esfuerzo fiscal así como en una mejora de la calidad de los servicios públicos.
Esteban Sastre, director de Estudios del Instituto de la Empresa Familiar.