En una economía dominada por el cortoplacismo, el Gobierno adquirió en la última Cumbre Europea un compromiso ineludible: la contención del déficit público hasta un máximo del 0,5 por ciento del PIB en un ciclo económico completo. Su cumplimiento conllevará el respaldo de los mercados y la palmada en el hombro de nuestros dirigentes (Sarkozy y Merkel). No obstante, como en todos los incentivos, hay zanahorias y también palos. Además de esta obligación moral, existe otra punitiva: se arbitrarán mecanismos de sanción automática para los países que superen el 3 por ciento. Es vox pópuli que el actual déficit público de España se encuentra en el 8 por ciento frente al 6 por ciento previsto. Si queremos cumplir con Europa y que el coste de financiación de nuestra deuda pública se mantenga en unos márgenes razonables, hacen falta unas cuentas saneadas que den confianza a aquellos que nos prestan, tanto en España como fuera de nuestras fronteras. Ayer, en el mercado de deuda soberana, la rentabilidad del bono español a 10 años se situaba en el 5,28 por ciento y el diferencial frente al mismo plazo alemán en los 361 puntos básicos. Un coste insostenible para nosotros, un regalo de los dioses para ellos.
La Real Academia de la Lengua define el término déficit como la parte que falta para levantar las cargas del Estado, reunidas todas las cantidades destinadas a cubrirlas. Siguiendo la lógica más rudimentaria, si queremos reducirlo o gastamos menos o ingresamos más. Gasto público que se rebaja (8.900 millones) e ingresos fiscales que crecen (6.275 millones) son consecuentes con la hipótesis de partida: reducción del desequilibrio. Pero es sólo el inicio. La broma nos va a salir al final por 40.000 millones. Surgen muchas dudas ante esta forma de atajar el desequilibrio. El alza de la presión impositiva es criticada sin tapujos desde todos los frentes académicos. Los liberales acusan al Gobierno de inmiscuirse en asuntos exclusivos del mercado, como el destino de la renta disponible de los ciudadanos y de coartar así nuestra libertad de elección. Los keynesianos, a favor de la actuación contracíclica del sector público, se echan las manos a la cabeza cuando observan que los ajustes no se hicieron cuando recomendaban, en épocas expansivas, sino en la actual situación recesiva, en clara oposición a su doctrina.
Es habitual calificar a los mercados financieros de miopes, de cortos de miras, lo que provoca que las decisiones se tomen pensando sólo en el presente inmediato, obviando decisiones a largo plazo, es decir, sostenibles. Estas mismas calificaciones sirven para definir la actitud de nuestro bisoño Gobierno. 2011 cerró con una destrucción de 320.000 empleos. El paro aumentó un 7,8 por ciento, hasta 4,4 millones de desempleados. La Seguridad Social mantiene a duras penas 17 millones de sufridos cotizantes, un 2 por ciento menos que en 2010 y está en números rojos por primera vez desde 1999. Justo lo contrario que en Alemania, donde la tasa de paro cayó hasta el 6,8 por ciento el mes pasado, con 3 millones de desempleados, en mínimos de dos décadas. Hay que sanear las cuentas públicas, pero su consecuencia inmediata es la ralentización económica. ¿Mal si se toman medidas y peor si no se toman? Pues no. Todo depende del destino final del dinero.
Deberíamos priorizar los recortes. Si alguien me pregunta un modo rápido de adelgazar, y aunque la pérdida de peso fuera instantánea, ¡no se me ocurre aconsejarle que se corte un brazo! Eso es lo que pretende el Gobierno: adelgazar inmediatamente a costa de sacrificar el crecimiento futuro.
Y todo ello cuando los tres frentes claves de nuestra economía siguen abiertos: el laboral, el público y el financiero. Sindicatos y patronal no se ponen de acuerdo. A Rajoy no le va a quedar otro remedio que legislar y flexibilizar el mercado laboral adaptándolo a las nuevas tecnologías, a los nuevos canales y a las nuevas formas de hacer negocios y remunerar el éxito. Las regiones son responsables del 75 por ciento de la desviación del déficit público. Rajoy no tendrá más alternativa que legislar y endurecer los límites de deuda de los Gobiernos regionales, además de otras medidas (catálogo único de fármacos, centrales de compras...) De los 50.000 millones que Economía dice que va a necesitar la banca española, unos 20.000 millones podrían ser requeridos por entidades que no tienen capacidad de obtenerlos por sí mismas. A Rajoy no le va a quedar otro remedio que legislar y ponerlos del bolsillo del Estado. Y todo esto, sin subir el Impuesto sobre el Valor Añadido.
Juan Royo, economista.