La crisis de la Eurozona evoluciona en múltiples ámbitos. En el frente de la deuda soberana, sigue sin avistarse un acuerdo sobre la reestructuración de la deuda griega, e Italia y España se enfrentan a importantes necesidades de refinanciación en estos primeros pasos de 2012. Por el lado de las reformas institucionales, en la cumbre del 9 de diciembre no se alcanzó una verdadera unión fiscal y las tensiones entre la Eurozona y el Reino Unido están que arden. Respecto del crecimiento, se avecina una posible recesión profunda y prolongada.
Como en anteriores ocasiones, el sistema bancario es una pieza crucial del puzle que sintetiza muchas de las contradicciones del experimento europeo de una unión monetaria. Casi de manera continuada desde 2007, el sistema ha evidenciado unas lagunas preocupantes en la gestión de riesgos, unidas a importantes fallos de supervisión en algunos países. En los últimos dos años, el deterioro de la solvencia soberana ha elevado la fragilidad del sistema. La combinación de las garantías de los Estados miembros a sus bancos nacionales y la exagerada posesión por parte de esas entidades de deuda soberana nacional en los países periféricos ha acelerado el círculo retroactivo entre el crédito soberano y las condiciones de financiación bancaria. El resultado ha sido la fragmentación. Resulta cada vez más dudoso que un euro en un banco griego equivalga a otro euro en un banco alemán, y eso es algo que podría sumir a la unión monetaria en una lenta espiral de la muerte.
En vez de contrarrestar esta tendencia, el plan de recapitalización acordado el 27 de octubre la ha reforzado. Se introducen más garantías para los bancos a escala nacional, pero ninguna a escala europea. Además, al elevar el índice mínimo de capital al 9 por ciento, los líderes decidieron que la valoración se apoyaría en una medición del valor razonable (o de mercado) de la cartera de deuda soberana de cada entidad. El principio del valor razonable es sólido respecto de la información financiera, pero también peligrosamente procíclico cuando se aplica a los cálculos reglamentarios de capital, sobre todo si se amplía a la deuda mantenida hasta su vencimiento. Es un paso radical hacia el valor razonable total que los creadores de las normas contables nunca se han atrevido a adoptar. En definitiva, supone una receta para una racionalización y mala asignación masivas de las que cada vez existen más pruebas empíricas. Se debe corregir la situación antes de que se vaya de las manos. El Banco Central Europeo ha presentado un apoyo de liquidez sin precedentes, pero ello no corrige el problema central del vínculo soberano-bancario. Es necesario abordar ambos lados de la ecuación. Por un flanco, los mecanismos financieros de la Eurozona deberían sustituir, al menos en parte, a los apoyos nacionales, centrándose posiblemente en los depósitos, para los que la garantía pública es más armonizada y menos discrecional o polémica. Con una medida así, se llegaría lejos en la prevención de peligrosas huidas de la banca minorista. Por otro lado, los líderes deben trabajar por una sustitución parcial de la deuda nacional en manos de los bancos por deuda común de la Eurozona, dependiendo del avance de las discusiones en el frente fiscal. De ese modo, ayudarían a reducir el excesivo sesgo nacional de las hojas de balance de los países periféricos, sobre todo en España e Italia. Las intervenciones podrían supervisarse por una entidad ad hoc dedicada a la reestructuración bancaria en la zona euro por delegación de los Estados miembros.
Evidentemente, esas medidas exigen un compromiso político que actualmente brilla por su ausencia. Sin embargo, no puede haber una unión monetaria sostenible sin un sistema bancario integrado, algo que necesita un marco político articulado conforme al principio de subsidiariedad. Dos elementos añaden ingentes obstáculos al camino hacia la solución. Primero, como en los asuntos fiscales, las complicadas decisiones pendientes exigen la correcta responsabilización de los ciudadanos del área euro, al menos a medio plazo. La configuración de ese sentido de la responsabilidad puede implicar reformas y capacitación del Parlamento Europeo o la creación de una cámara específica que incorpore delegaciones de los parlamentos nacionales, o ambas. Segundo, la actuación en la Eurozona debe articularse con los instrumentos de la Unión Europea a 27, incluida la reciente Autoridad Bancaria Europea, ubicada en Londres. Esa posibilidad se ha complicado por la creciente distancia política entre el Reino Unido y la Eurozona, ensanchada por el veto del primer ministro David Cameron a la cumbre del 9 de diciembre. La opción pragmática es la coexistencia de la Eurozona y los instrumentos de la UE, al menos durante un tiempo, aunque añada complejidad y fricciones.
La afirmación política de la integridad del sistema bancario de la zona euro no precisa de nuevos Tratados. Más allá del aspecto inherente de la solidaridad financiera, se estamparía contra una marcada resistencia política, por no decir de los bancos individuales que temen perder privilegios o protecciones nacionales.
Aun así, la creación de una unión bancaria paralela a la unión fiscal que defiende últimamente la canciller alemana Angela Merkel no significaría el final de todas las especificidades nacionales y locales. En Estados Unidos, tuvo que pasar más de un siglo entre la creación de la carta nacional bancaria (1863) y la consecución de un verdadero mercado nacional bancario. Seguirá habiendo interdependencias entre las estructuras bancarias y políticas a escala local y nacional, pero es condición necesaria para la supervivencia de la unión monetaria un marco político bancario europeo que rebase esas limitaciones nacionales.
Nicolas Véron, miembro titular del think tank Bruegel y profesor invitado del Instituto Peterson de Economía Internacional en Washington.