
Como en el viejo anuncio televisivo, vuelven, a casa vuelven, las huelgas por Navidad. Igual que en años precedentes, nos encontramos con un panorama de alteraciones laborales que tiene grave repercusión tanto en los ciudadanos como en la economía. Porque no se trata de huelgas industriales o en el sector servicios que respondan a un desencuentro laboral entre empresas y sindicatos con motivo de la negociación de condiciones laborales. Ello sería inobjetable. Pero no es así. En el sector privado y abierto a la competencia de la economía, la persistencia de la crisis, que se traduce sobre todo en términos de destrucción de empleo, y la cada vez más intensa competitividad llaman a la moderación de las posturas y provocan en todo caso un decaimiento de los conflictos.
Se trata de huelgas en empresas prestadoras de servicios públicos, recién llegadas a la libre competencia o todavía relativamente al abrigo de la misma, en las que sindicatos, muchas veces corporativos, defienden situaciones de privilegio prevaliéndose de la capacidad de dañar a los ciudadanos y a la economía nacional. Y prevaliéndose, también, de las insuficiencias normativas.
Debemos revisar el derecho de huelga
Éste es el punto. Más de 30 años después, seguimos a la espera de la ley que regule el ejercicio del derecho de huelga que reclama el artículo 28 de la Constitución. La normativa actualmente aplicada, un Decreto-Ley preconstitucional de 1977, ampliamente matizado por la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional y por la doctrina de los Tribunales ordinarios, es ajena a la realidad actual de los conflictos laborales, no protege adecuadamente los derechos constitucionales afectados por los mismos y no encauza el ejercicio del derecho de huelga en términos razonables y equilibrados.
Ello provoca la paradoja de que los máximos usuarios del derecho sean actualmente sectores privilegiados del mundo laboral (hasta el punto de que, en estos casos, hablar de trabajadores no deja de ser un tecnicismo que hace torcer el gesto a los aludidos), con una exorbitante capacidad de presión por la influencia de sus actuaciones en el normal desarrollo de la vida ciudadana y en el pacífico disfrute de los derechos constitucionales, y que en muchas ocasiones plantean los conflictos en términos de lucha por el poder, tratando de imponer su ley en la gestión y administración de las empresas.
Tendríamos que terminar con esta situación de una vez. No sólo aquéllos que la Constitución llama servicios esenciales de la comunidad deben estar mejor salvaguardados, sino que han de quedar asegurados la racionalidad y el equilibrio en el ejercicio del derecho de huelga. No podemos admitir la paradoja de que puedan convocarse huelgas en servicios públicos en las que, por la normativa actual de servicios mínimos y por las consideraciones ultragarantistas de nuestros Tribunales en relación con un derecho de huelga que tiene su justificación histórica en situaciones muy distintas de éstas a las que me estoy refiriendo, los huelguistas causan un daño cierto a la empresa y a los ciudadanos y no sufren por su parte ningún perjuicio.
Adaptarse a una sociedad más compleja
En concreto, y con independencia de otras consideraciones que tendrían que ser mucho más amplias y complejas: no deberían ser admisibles huelgas convocadas por un colectivo laboral dentro de una empresa. O por un sindicato, incluso, ampliamente minoritario, al margen de los restantes sindicatos de la compañía. Se debe exigir que la convocatoria de huelga se produzca para el conjunto del personal, debiendo provenir, por tanto, de sus órganos de representación conjunta, por amplia mayoría de sus integrantes (y de existir más de uno, de cada uno de ellos), o por decisión mayoritaria de los sindicatos presentes en la empresa, ratificada en uno y otro caso por la mayoría de los trabajadores por medio del oportuno referéndum. Una empresa, máxime si presta servicios públicos, no debe estar sometida a la sucesión de conflictos de los distintos colectivos, que muchas veces se retroalimentan o crean nuevas ocasiones de chantaje laboral al hilo de conflictos ajenos. Ni debe admitirse que la decisión de un sindicato minoritario haga poner en marcha el complejo y absurdo sistema de los servicios mínimos, que hacen en muchas ocasiones que la huelga sea un derecho de ejercicio obligatorio, y que con un mínimo seguimiento laboral se consiga un efecto de desorganización empresarial importante. Como no deben ser admisibles las huelgas en franjas horarias en el sector del transporte, en las que con un mínimo sacrificio salarial se consigue una alteración de los servicios proporcionalmente mucho mayor.
La sociedad actual es bastante más compleja que la que existía cuando las huelgas eran mecanismos de defensa de los trabajadores del sector privado industrial. Es preciso terminar con la perversión que implica el uso de los tradicionales instrumentos reconocidos a los trabajadores para la defensa de sus derechos laborales por parte de sectores que tratan de sostener sobre ellos una irritante situación de privilegio.
Federico Durán, Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues.