Reino Unido se encuentra en una posición muy delicada y de difícil arreglo. David Cameron pensó que la Cumbre Europea le brindaba una ocasión única para arrancar a sus socios europeos nuevas concesiones que le facultarían para seguir estando a las maduras sin tener que contribuir a las duras. Predicar sí, pero sin dar trigo.
No le importaba tanto contribuir a la solución de los problemas que consumen a la Unión Europea como obtener un trato privilegiado que consagrara la excepcionalidad de la City. El Protocolo Financiero que reclamaba permitía a Reino Unido sustraerse de cualquier normativa financiera europea que no le pareciera conveniente y exigía el compromiso de sus socios europeos para que la Autoridad Bancaria Europea continuase domiciliada en Londres y, además, la renuncia del Banco Central Europeo a sus planes de que las transacciones financieras en euros deberán llevarse a cabo preferentemente en países pertenecientes a la Eurozona.
Un error colosal
Por último -la carta a los Reyes Magos era extensa-, reclamaba que los bancos extranjeros radicados en la City estuviesen exentos de las normas de la UE siempre que sus operaciones no tuvieran relación con la zona euro. En resumen, instituir una zona franca, un nuevo Gibraltar desde el que poder acceder al jugoso mercado financiero del continente, ése que se queda aislado cuando hay niebla en el Canal de la Mancha.
Independientemente del mérito de sus propuestas, introducir intereses tan particulares y amenazar con romper la baraja cuando lo que estaba en juego era todo un proyecto geopolítico y económico de enorme envergadura es un error colosal. La frenética actividad del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, durante los días y horas previos a la última cumbre europea no fue casual. La economía global es, en este momento, un frágil castillo de naipes y la descomposición del euro puede desencadenar una catástrofe económica de la que no se salvaría ningún país. EEUU, China, los BRICS y muy particularmente Reino Unido se verían envueltos en una crisis económica devastadora, según la opinión de todos los expertos. Un caso llamativo de unanimidad entre la familia generalmente enfrentada de los economistas.
Ya tropezó dos veces
Desgraciadamente, Reino Unido ha tropezado dos veces en la misma piedra. Primero en 1955, cuando Anthony Eden desdeñó formar parte de la incipiente Comunidad Europea, a la que sólo pudo acceder en 1972 después de tragarse una sucesión de mayestáticos non por parte del general De Gaulle y pagar el vasallaje exigido: unirse al proyecto del avión supersónico de pasajeros Concorde, concordia, y en francés, para más inri. Y ahora, en un nuevo tropiezo, al quedar Reino Unido arrinconado y aislado del Continente de los 26, cada vez más al margen de las decisiones del núcleo duro y, lo que es peor, sin poder ofrecer resistencia a un lento pero seguro trasvase del poder financiero desde la City a Fráncfort.
David Cameron preparó cuidadosamente una trampa de resorte que se le ha disparado pillándole los dedos. Preguntas inquietantes empiezan a flotar en los círculos bancarios y empresariales británicos. ¿Cuántas empresas que sirven al mercado europeo estarán interesadas en radicarse en un país que se ha automarginado de sus socios europeos y con un sector muy influyente de la opinión pública que reclama su salida? ¿Y qué pasará si finalmente se somete a referéndum su pertenencia a la UE como el Tea Party inglés reclama? Y la pregunta del millón: ¿cómo responderían los electores de Escocia y Gales? Porque ésa podría ser la gran sorpresa; que los galeses y, muy especialmente, los escoceses vieran en esa votación una manera de desligarse del Reino Unido y decidieran iniciar su andadura como naciones emancipadas por la puerta de su integración en la Unión Europea. Son muchas las incertidumbres y no presagian nada bueno. Hay momentos que hacen historia. El portazo de la madrugada del 9 de diciembre fue, sin duda, uno de ellos.
Ignacio Nart, analista financiero.