Una de las cuestiones que más se suelen obviar en las discusiones es la pertinencia o no de los gastos fiscales. Su reducción o eliminación sería, sin duda alguna, uno de los mecanismos más eficaces para dotar de sencillez a cualquier figura tributaria. No parece que sea ésta, sin embargo, la postura de todos aquellos que participan de los postulados contrarios a la subida o mantenimiento de la presión fiscal. Ocultan que el mantenimiento de un fuerte gasto fiscal incide negativamente en el déficit público que tanto critican.
Una vez más conviene tener presente que detrás de los argumentos económicos se encuentran casi siempre posiciones ideológicas, ya que la auténtica diferencia consiste en que mientras el gasto público propiamente dicho suele ser gasto social que beneficia en mayor medida a las clases de baja renta, los gastos fiscales se orientan principalmente a favor de las clases altas. En realidad, presentan importantes desventajas con respecto a una decidida actuación del Estado en cuestión del gasto público.
La primera es que su capacidad para incentivar es muy reducida, sobre todo cuando se trata de influir en macromagnitudes como el ahorro o la inversión.
En segundo lugar, al no estar explicitados en el Presupuesto, los gastos fiscales tienden a consolidarse en mayor medida que las partidas de gastos propiamente dichas.
En tercer lugar, al estar difuminados como una reducción de los ingresos, pasan desapercibidos sin sufrir para su concesión los rígidos controles de otro tipo de gastos.
Otra desventaja es su dificultad para el control y además incrementan las vías del fraude. Y por último, el gasto fiscal es claramente regresivo.
Podar los diferentes impuestos de gastos fiscales, además de aumentar la progresividad, simplifica de forma real la imposición e incrementa la transparencia haciendo coincidir los tipos efectivos con los nominales.
Julio Anguita, ex coordinador General de IU.