
Dicen que el tiempo todo lo ordena, como un mayordomo invisible que arregla las copas del pasado en la vitrina de la memoria. Y allí, justo en esa alacena íntima donde se guardan los grandes momentos con papel de seda, aparece Sara Baras, bailaora de estirpe y coraje, la que un día se plantó sola ante el tablao de La Unión y dijo, con el taconeo por delante: "Aquí estoy yo". Han pasado 27 años desde que fundó su propia compañía, y si entonces era una promesa ardiente, hoy es una llamarada que no cesa.
Volvió a La Unión, esa tierra minera donde las entrañas de la música se forjan con sudor y lamento, para celebrar el cuarto de siglo de su aventura artística. Lo hizo con Vuela, un espectáculo en forma de homenaje al que fue su compañero de viaje espiritual: Paco de Lucía. Dividido en cuatro actos —Madera, Mar, Muerte y Volar—, el montaje no es sólo un tributo, sino una travesía lírica y rítmica por la esencia misma del arte flamenco, donde el cuerpo se convierte en verso y los pies en tambor del alma.
Todo comienza con una silla vacía bajo el foco, esa especie de altar minimalista donde suena la guitarra del maestro ausente. No hay palabras, no hace falta. Ahí está Paco, en cada cuerda que vibra, en cada silencio que pesa como una lágrima contenida. La madera cobra vida con los pies de Baras, que baila por zapateado con una energía que parece surgir del fondo de la tierra. Bracea como quien quiere agarrar el cielo, mientras el escenario la sostiene como una patria breve.
Después, como si las olas del mar vinieran a reclamar su acto, el segundo capítulo del espectáculo se abre con el salitre en el aire. Bailes por tientos, cuerpos que se deslizan como espuma y esa sensación de que el flamenco también puede ser brisa, no solo fuego. La coreografía se vuelve oleaje, y el cuerpo de baile, bien armado y sincronizado, acompaña con precisión el tema La Barrosa, de Paco de Lucía. Todo se engrana: luz, cante, tela, sangre.
Llega el luto, pero no como una sombra sino como un relámpago que dignifica la tristeza. Baras se viste de silencio para bailar por seguiriyas, ese palo que duele hasta en los huesos, y May Fernández eleva una saeta que parece desgarrar el cielo. Aquí el duelo no es derrota, es el paso previo al renacer. Y cuando Keko Baldomero, el director musical, hace sonar su guitarra por soleá, uno siente que el alma de Paco ha pasado por allí como un soplo tibio.

Pero lo mejor estaba por venir. El cuarto acto —ese vuelo final— fue una exaltación de la vida, una fiesta contenida donde todo se desborda. Tangos, fandangos, bulerías. Baras se soltó la melena del alma y bailó como si bailara por última vez. En Alma el violín de Alexis Lefèvre se convirtió en guitarra, en carcajada, en relincho. Y entonces, como quien aparece de entre los rescoldos del arte verdadero, Matías López "El Mati", cantaor de raza y ganadora de la Lámpara Minera en 2019, cantó una minera por bulerías con una letra de Paco Paredes que arrancó lágrimas al aire.

Las dos horas del espectáculo se deshicieron como un suspiro prolongado. Baras, ya sin reservas, se unió a toda su compañía para cerrar por bulerías. Aquello no era ya un espectáculo, era una fiesta ancestral, una invocación al duende, una exclamación flamenca donde el cuerpo ya no pertenece al cuerpo, sino a la música. Los aplausos, convertidos en ola, no cesaban. El escenario vibraba.
Y entonces, como el grito que corona una gesta, Sara Baras alzó los brazos, sonrió con la boca y los pies, y lanzó al viento un "¡Viva La Unión!" que fue más que un grito: fue un testamento. La bailaora voló alto en Murcia. No por encima del suelo, sino por dentro de la emoción. Y allí, sobre ese vuelo que no se ve pero que se siente, quedó flotando su arte.
