Evasión

Sale John Wayne, hay caballos y peleas, pero no es un western: la película que no nos cansaremos nunca de ver

Cuando pensamos en John Wayne, la imagen que probablemente se nos viene a la mente es la del vaquero solitario, el justiciero del oeste, el héroe impasible cabalgando entre el polvo y los cañones. Sin embargo, en El Hombre Tranquilo (The Quiet Man, 1952), Wayne deja atrás los desiertos de Arizona para adentrarse en los prados verdes de Irlanda. Y lo hace sin perder un ápice de su carisma, en una película que, aunque tiene caballos, peleas, y paisajes espectaculares, no es un western. Es otra cosa. Es una joya cinematográfica que se debe ver siempre, como un ritual que nos reconcilia con el cine, con la vida y con nosotros mismos.

Dirigida por John Ford —otro nombre sin el cual no se puede entender la historia del cine— El Hombre Tranquilo es una rareza luminosa dentro de su filmografía y de la del propio Wayne. Aquí, Ford cambia las armas por la ternura, y los duelos por las tradiciones irlandesas. Y sin embargo, no pierde la fuerza, ni el conflicto, ni el pulso narrativo que caracterizan sus grandes obras. De hecho, junto con Qué verde era mi valle (también con Maureen O'Hara, 11 años más joven) esta es una de sus películas más personales: un homenaje nostálgico a sus raíces irlandesas, rodada con un cariño que se percibe en cada encuadre.

La historia gira en torno a Sean Thornton (John Wayne), un exboxeador estadounidense que regresa a su Irlanda natal en busca de paz tras una tragedia en el ring. Compra la casa donde nació, intentando dejar atrás su pasado violento, y pronto se enamora de Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara), una pelirroja indomable tan irlandesa como el trébol (la madre de Mia Farrow nació en Dublín). Pero conquistarla no será fácil: primero debe enfrentarse al orgullo de su hermano, Will Danaher (Victor McLaglen), un bruto local que se opone a la relación. Y aunque Sean intenta mantenerse al margen de los conflictos, la vida en Irlanda —y su amor por Mary Kate— lo obligan a tomar partido y, finalmente, a luchar.

Aquí está el primer milagro de la película: logra tomar una historia aparentemente sencilla y la convierte en una fábula irresistible, donde el humor, el amor y la cultura popular irlandesa se entrelazan con una naturalidad desarmante. No hay disparos, pero hay tensión. No hay sheriffs, pero hay códigos de honor. Y en lugar de duelos al amanecer, hay peleas épicas a puñetazos que cruzan pueblos enteros mientras los habitantes interrumpen el almuerzo para ver quién gana.

Porque sí, El Hombre Tranquilo tiene una de las mejores peleas de la historia del cine. Es larguísima, absurda y gloriosa. Pero lo que la hace grande no es la violencia, sino el contexto emocional. Sean no pelea por orgullo, sino por amor. Por respeto a las costumbres de Mary Kate. Por reconciliar su identidad estadounidense con la herencia irlandesa. Y Wayne, con toda su rudeza y su vulnerabilidad, entrega una de sus interpretaciones más humanas.

Maureen O'Hara está igualmente espléndida. Su Mary Kate no es la típica damisela en apuros. Es una mujer de carácter, de convicciones, que exige ser tratada con dignidad. Su química con Wayne es eléctrica, llena de pasión contenida, de miradas y silencios, de una tensión romántica que pocas veces se ha filmado con tanta verdad. Ford los dirige con maestría, dejando que el paisaje y la música hagan el resto.

Y ese es otro de los tesoros de la película: su ambientación. El Hombre Tranquilo está rodada en el Condado de Mayo y el Condado de Galway, en escenarios naturales que parecen salidos de un sueño. La fotografía de Winton Hoch y Archie Stout, ganadora del Óscar, capta la belleza de Irlanda con una calidez cromática que sigue deslumbrando más de 70 años después. Cada plano está bañado en una luz nostálgica, casi mítica, que transforma lo cotidiano en leyenda.

La música, compuesta por Victor Young, bebe del folclore irlandés y acompaña la narración como un personaje más, ayudando a construir ese mundo donde lo real y lo simbólico se abrazan. No es casualidad que El Hombre Tranquilo se haya convertido en una película de culto, reverenciada tanto por críticos como por espectadores. En 1953 ganó dos premios Óscar (dirección y fotografía) y, con el tiempo, se consolidó como uno de los grandes clásicos del cine americano.

Pero más allá de premios y reconocimientos, lo que hace maravillosa a esta película es su capacidad de emocionar sin trampas. De hacernos reír sin cinismo. De hablarnos del amor, del honor, del perdón y de la pertenencia con una honestidad que trasciende géneros y épocas. Es un canto a la vida sencilla, a las raíces, a la posibilidad de empezar de nuevo. Y lo hace sin perder nunca el sentido del humor ni la ternura.

Ver El Hombre Tranquilo es como volver a casa. Es reencontrarse con un tipo de cine que no teme al sentimentalismo, pero lo equilibra con inteligencia. Es ver a John Wayne en un papel distinto, más vulnerable y encantador que nunca. Es viajar a una Irlanda de postal, sí, pero también profundamente humana. Y por eso, cada vez que la vemos, sentimos que no es solo una película: es una celebración.

WhatsAppFacebookTwitterLinkedinBeloudBluesky