
28 años después es una película rara en el mejor de los sentidos. A ratos asquerosa, a ratos tierna; a veces desordenada, pero nunca aburrida. Danny Boyle ha hecho una de las películas de horror más ricas y personales de los últimos años, un experimento que demuestra que el cine de género aún puede sorprender, emocionar y agitar las entrañas del espectador. Es un regreso triunfal al universo del 'rage virus', pero también una carta de amor mutante al cine mismo: ese que no teme cruzar fronteras emocionales y visuales para contaminar la pantalla de vida, muerte… y rabia.
Danny Boyle ha vuelto. Y no solo para continuar una saga, sino para inyectarle una nueva vida —o una nueva mutación, en este caso— al virus más icónico del cine de zombis moderno: el 'rage virus'. 28 años después, tercera entrega de la trilogía iniciada por 28 días después (2002), es tan extraña, aterradora, impredecible y visceral como cabía esperar… y, a la vez, algo completamente diferente.

Boyle y Garland, en modo infectado total
Volver a reunir al director Danny Boyle y al guionista Alex Garland es, en sí mismo, un evento cinematográfico. Ambos definieron un nuevo lenguaje del horror con 28 días después, y aunque se alejaron creativamente de la secuela 28 semanas después (2007), regresan ahora en plena forma y con total libertad expresiva. Y se nota. 28 años después no es una secuela cómoda ni predecible: es una bomba de pánico, rabia y extrañeza que se permite explorar géneros, tonos y texturas visuales con una audacia poco común en el cine comercial.

Desde su prólogo, donde un grupo de familias en las Highlands escocesas intentan calmar a sus hijos poniendo los Teletubbies mientras el mundo colapsa a su alrededor, la película marca el tono: una mezcla de horror grotesco, humor negro y melancolía post-apocalíptica que descoloca tanto como fascina.
Un niño, un viaje, una Inglaterra colapsada
El nuevo protagonista es Spike (Alfie Williams), un niño que vive con su padre (Aaron Taylor-Johnson, casi en modo Aragorn) y su madre enferma (la siempre desconcertante Jodie Comer, la protagonista de "Killing Eve") en una pequeña isla frente a la costa británica. En este microcosmos de supervivencia rústica, donde se enseña arquería como si estuviésemos en un capítulo de Juego de Tronos, la vida parece más o menos estable. Pero la amenaza del continente —la vieja Inglaterra— sigue latente, con sus infectados, sus secretos y sus ruinas.

Cuando Spike y su padre cruzan hacia el continente para una expedición de abastecimiento, todo se complica. Y no solo por los zombis —ahora mutados en "alphas", versiones aún más brutales y rápidas—, sino por las revelaciones personales que pondrán a prueba los lazos familiares.
Doctor Muerte y otros horrores emocionales
La aparición de Ralph Fiennes como el misterioso Doctor Muerte añade una nueva capa de ambigüedad filosófica al relato. Su personaje transita entre lo místico y lo científico, entre la amenaza y la compasión, en una línea que Garland sabe explorar con su habitual gusto por la alegoría.
Aquí, la película vira hacia un drama casi espiritual, tocando temas como la muerte digna, la memoria y la verdad. En un momento inesperadamente conmovedor, Spike emprende una misión desesperada para salvar a su madre, enfrentándose no solo a monstruos externos, sino también a las contradicciones de la humanidad que sobrevive.
Una estética salvaje: iPhones, montaje febril y propaganda vintage
En lo técnico, 28 años después es una fiesta salvaje y desordenada que de alguna forma encuentra armonía en el caos. Boyle vuelve a rodar con cámaras de consumo (incluso iPhones), en homenaje al look digital de la película original, pero ahora añade recursos como congelados abruptos, montajes no lineales y archivos de propaganda británica que solo están ahí para aportar atmósfera. Y funciona.
La música también es clave: el director no rehúye de meter pop británico de principios de siglo o contrastes irónicos entre violencia extrema y melodías familiares. Boyle toma decisiones estilísticas que pueden parecer excesivas, pero siempre al servicio del estado emocional de la historia: una mezcla de pánico, rabia y pérdida.
¿Es 28 años después una secuela digna?
La respuesta no es sencilla, porque esta no es una continuación tradicional. Mientras que 28 días después tenía la urgencia de un producto post-11S, con su Londres desierto y sus infectados desbocados, esta tercera entrega se siente más como una fábula moderna sobre la decadencia británica, un eco folclórico de tiempos colapsados, con zombis como telón de fondo para hablar de aislamiento, traición y legado.
Algunos fans acérrimos de la original pueden sentirse desorientados por el cambio de tono —de la crudeza urbana a un escenario casi medieval y emocionalmente introspectivo—, pero esa es precisamente la valentía de esta entrega: no repetir la fórmula, sino hacer evolucionar la saga, aunque eso implique arriesgarse al rechazo.