
Los argentinos, que ya sobrevivieron al peronismo, a los corralitos y a Maradona, han encontrado un nuevo enemigo en forma de copos asesinos. "El Eternauta", la serie de Netflix es una nevada con pasado de tinta y viñeta que ha decidido cubrir con su manto de muerte los tejados de Buenos Aires. Empieza como un apagón, una costumbre más en el sur global (y ahora también en España) y acaba como una metáfora soviética con alienígenas de plástico. En medio, el alma argentina, que es un tango entre la paranoia y la dignidad.
Ya no nos impresionan los apocalipsis. Hemos salido indemnes del fin del mundo tantas veces —a través de virus, crisis, y reality shows— que ahora exigimos a nuestras ficciones catástrofes con fundamento. Que el fin de la humanidad no nos pille sin una buena dirección de arte. La serie lo sabe y por eso opta por un realismo vintage que podría pasar por propaganda de la URSS, pero con gente más guapa. Los personajes, humildes ferreteros y panaderos, se atrincheran en casas que parecen mansiones coloniales. Si vender tornillos o baguettes en Buenos Aires da para tener un chalet en Palermo Chico, es probable que la verdadera ciencia ficción de la serie no esté en la nieve radioactiva sino en el catastro. Hay un abismo entre el pueblo trabajador que quiere retratar la serie y el decorado de Airbnb en el que se mueve.
La nieve cae, blanca y asesina: mata de verdad
La nieve cae, blanca y asesina. No es un símbolo. Mata de verdad. Y eso es lo que nos hace creer. Porque ya no nos valen las amenazas abstractas. Necesitamos ver cuerpos, mascarillas, armas. El apocalipsis exige ahora inventario. Los argentinos no se refugian en un bar a beber como haríamos nosotros, que con tres cañas nos creemos inmunes a la tragedia. Ellos se organizan. Se militarizan. Se convierten en ciudadanos de un nuevo orden, donde el vecino puede ser más peligroso que el alien. Esa paranoia estructural que los europeos del sur solo rozamos cuando se nos va el Wi-Fi. El pasado asoma. El cómic de Oesterheld era, dicen, una alegoría política. La serie también lo intenta, aunque a veces lo político le pesa como una chaqueta de plomo. Las frases lanzadas al viento —"lo viejo funciona", "esto tiene una escala mayor de lo que pensamos"— suenan como eslóganes de campaña. O de resistencia. O de resignación. No importa. Son frases que quedan bien en un tráiler. Y luego están los alienígenas. Aparecen tarde, vestidos con un diseño que parece rescatado de una feria de ciencia ficción de los años cincuenta. Quieren controlar la población. O algo así. Ya no se entiende si son metáfora, amenaza real o una forma de prolongar la serie. Pero da igual. El espectador, cansado de la rutina de la supervivencia, ya ha aceptado cualquier desenlace mientras esté bien iluminado y no nieve sobre su sofá.
Así que esperaremos la segunda temporada como se esperan las buenas noticias: con cautela, con una copa en la mano y el mando en la otra. Por si hay que apagarla. O por si empieza a nevar y la nieve además de enfriarnos y empaparnos nos caga a trompadas. ¿He escrito eso? Se me pega lo argentino. Che.