
Este miércoles se cumplen 35 años de la muerte de Paulette Marion Goddard Levy (Long Island, 3 de junio de 1910-Tesino, 23 de abril de 1990), más conocida como Paulette Goddard. La bellísima protagonista de Tiempos Modernos o El Gran Dictador, no fue solo la tercera esposa de Chaplin, de quien fue amiga toda su vida; fue una actriz descomunal, un mujer extremadamente moderna para su época y una generosa filántropa que dejó su inmensa fortuna a la Universidad de Nueva York cuando falleció con 79 años un día de San Jordi de 1990. Además de las dos obras maestras de Chaplin, en la rica filmografía de Goddard hay maravillas que están disponibles en plataformas como Filmin o Prime Vídeo.

Su vida es tan apasionante como su rica filmografía
Desde la primera vez que se bebió la vida en una copa de champán con burbujas de plata, Paulette Goddard supo que su destino no estaba hecho para el silencio ni la mediocridad. Como esas mujeres que emergen de una bruma dorada, envueltas en una fragancia de misterio, su silueta cruzó los pasillos de Hollywood sin pedir permiso, y a menudo, sin dejar rastro más que un eco de risas y lentejuelas.
Paulette, que en realidad se llamaba Marion Goddard Levy, nació en Nueva York cuando aún los sueños americanos se cocían al vapor de los trenes y los cabarets. Su padre desapareció de la escena como un ilusionista mediocre que no domina su propio truco, y su madre, una dama de voluntad férrea, la crió como quien pule un diamante esperando un banquero. Paulette se hizo a sí misma en un país donde las niñas bonitas podían convertirse en estrellas o en sombras, según la suerte de la noche.

Con apenas 14 años, le susurró a su tío rico que su lugar no era la escuela ni el convento, sino el escenario: quería bailar, brillar, dejar que los focos la acariciaran como a una Venus moderna. Así fue como entró en el reino de Florence Ziegfeld, el emperador de las piernas largas y las sonrisas prometedoras. Allí aprendió que el cuerpo era una herramienta, pero la mirada era un arma. Y ella la tenía afilada, azul y peligrosa.
La belleza siempre viene con un precio, y Paulette supo muy joven cuál era la tarifa. A los 16 años se casó con Edgar James, un millonario aburrido que vio en ella una joya para encerrar en vitrina. Duraron lo justo para que ella saliera con medio millón de dólares y una idea fija: Hollywood no se conquistaba con talento, sino con estrategia. Con ese dinero, y una colección de automóviles más propia de un gangster que de una muchacha, se instaló en Los Ángeles. Allí se reinventó. Con su cabellera rubia —más artificial que un crepúsculo en Technicolor— empezó como figurante, bailarina, chica de adorno. Pero siempre mirando por el rabillo del ojo a los que mandaban.
Y un día, como en esos guiones que parecen imposibles, conoció a Charles Chaplin en un crucero. Chaplin no buscaba a una musa, pero la encontró. La convenció de volver al castaño natural, de olvidar las joyas y las pestañas postizas, y de ser la muchacha pobre que camina al lado del vagabundo más famoso del mundo. "Tiempos modernos" no fue solo una película: fue una postal de amor proletario entre dos ricos del alma. Chaplin la convirtió en la protagonista de sus obsesiones, y Paulette lo convirtió en leyenda. Entre ellos no había diálogos, sino coreografías de silencios, miradas con doble fondo, caricias que parecían de celuloide.


Se casaron en secreto, como si el amor fuera un pecado fiscal, y viajaron a Oriente en busca de respuestas que solo les dio el aburrimiento. Chaplin vivía en su laboratorio mental, entre cámaras y locuras, y ella, que necesitaba el aplauso y no el análisis, se fue desvaneciendo entre la niebla de la indiferencia. Cuando se separaron en 1938, ya eran dos mitos en direcciones contrarias.
Ese mismo año, el destino le jugó una broma con sabor a lágrima y pólvora: David O. Selznick la había elegido para ser Escarlata O'Hara, el sueño escarlata de América. Pero entonces apareció Vivien Leigh, británica, felina, trágica, y Paulette quedó como una promesa no cumplida. Fue su gran papel no interpretado, y tal vez su mayor gloria, porque nadie olvida a la actriz que casi fue Escarlata.
Chaplin se divorció de ella en 1942, pero jamás la borró de su vida. Se escribieron cartas, compartieron risas, y ella siguió asistiendo a los estrenos de sus hijos, como una tía excéntrica que trae suerte y perfumes franceses.

Pero Paulette no era solo la ex de Chaplin. En 1939 brilló en "Mujeres", una joya coral sin hombres donde la lucha entre divas era más brutal que en una guerra. Allí, Rosalind Russell le dejó una cicatriz real en la pantorrilla con un mordisco de actriz enloquecida. La marca quedó para siempre, como los amores que muerden.
La Paramount la fichó como quien firma un pacto con una estrella fugaz. Diez años de contrato. Casi treinta películas. Melodramas, comedias, películas de guerra. En "Si no amaneciera", en "Con sangre en Filipinas", en "El gato y el canario"… Paulette demostró que era más que un rostro: era una actriz con sangre en las venas, capaz de hacer reír y llorar, de bailar con Fred Astaire y de enloquecer a John Wayne. Hasta se dejó cortejar por Artie Shaw en "Al fin solos", aunque el romance quedó solo en el celuloide.

Pero en la vida real, en 1944, se casó con Burgess Meredith, un actor de perfil sombrío y talento real. Estuvieron cinco años juntos, lo justo para aburrirse sin llegar a odiarse. El tercer divorcio llegó sin estruendo. Para entonces, Paulette ya sabía que el matrimonio era una ceremonia de disfraces, y que lo suyo era el papel de viuda alegre.

En los años cincuenta, el sol empezó a ponerse sobre Hollywood, y Paulette, ya enemistada con Cecil B. DeMille, se encontró fuera de los grandes estudios. Se le achacó una discusión en el rodaje de "Los inconquistables", donde dicen que mandó al diablo al todopoderoso director. DeMille, que no perdonaba ni el desacato ni las mujeres listas, hizo lo que mejor sabía: la enterró viva bajo el olvido.
Lo que vino después fueron películas menores, coproducciones de medio pelo, incluso una aventura exótica con Carmen Sevilla en "Muchachas de Bagdad", donde compartieron harén y diálogos que se disolvían como azúcar en el té. Fue un canto del cisne en technicolor.
Pero como buena heroína del siglo XX, Paulette supo retirarse con clase. Se fue a vivir a Suiza, a la sombra de los lagos y las montañas, junto a Erich Maria Remarque, el autor de "Sin novedad en el frente", un hombre roto por las guerras que encontró en ella una tregua elegante. Se casaron en 1958, y con él vivió hasta su muerte. Fue el único que supo mirarla sin desear domesticarla. Con Remarque encontró, al fin, una especie de amor adulto, de ese que no pide ni exige, sino que acompaña. Cuando él murió, ella heredó todo: la casa, el dinero, los cuadros, los silencios.

A partir de entonces, Paulette se dedicó a lo que mejor sabía: ser inolvidable. La veían en las fiestas de Andy Warhol, cubierta de diamantes que eran su escudo contra la vejez. Nunca dejó de sonreír, de contar anécdotas que sabían a champán viejo. Sus joyas eran tan reales como su inteligencia. En sus películas no las prestaban de Tiffany's: eran suyas. "¿No tienes algo más sencillo?", le preguntaban. Y ella, con media sonrisa, sacaba otra joya aún más grande de su bolso.

En 1990, un infarto se la llevó en su casa suiza. Tenía 79 años, ningún hijo, pero muchos admiradores y un legado de mujer imposible. Donó más de veinte millones de dólares a la Universidad de Nueva York, que la inmortalizó dando su nombre a una residencia de estudiantes. Porque, como todas las diosas caídas del Olimpo de Hollywood, Paulette sabía que la verdadera posteridad se construye con gestos de última escena.
Hoy, al recordarla, no podemos evitar imaginarla bajando una escalera de mármol con un vestido de lamé dorado, riéndose de los hombres que amó y de los que intentaron domesticarla, con una copa de Moët en la mano y una promesa en los labios: la vida, aunque duela, merece ser vivida con luz de candilejas.
Paulette Goddard fue la estrella que no necesitó brillar siempre para ser recordada. Porque hay mujeres que no necesitan un Oscar: les basta con haberse vivido a sí mismas sin pedir perdón.