Evasión

Lo flipas con Lady Gaga en Coachella: esqueletos, muertos vivientes, luces mágicas y vestuario brutal

Lady Gaga arrasa en Coachella 2025

El cartel de Coachella es uno de esos lugares donde los nombres resuenan con el eco de los mitos y, cuando tu nombre aparece allí, sabes que hay una responsabilidad. No solo se trata de cantar, de dar un buen espectáculo. Se trata de marcar un antes y un después, de ofrecer un reflejo de lo que has sido, de lo que eres, y de lo que serás. Lady Gaga, bajo ese mandato tácito, volvió a encontrarse con su público el viernes, a esa inmensa multitud que se arremolinaba en el desierto de California, ante el calor abrasador y la vibrante energía del festival más famoso del mundo. A sus 39 años, con un bagaje de casi dos décadas de carrera, la cantante y actriz cumplió con creces la misión: resucitó a sus monstruos, y a ella misma.

Lady Gaga, con su voz y su energía inquebrantable, ofreció más que un concierto en Coachella. Lo que presentó ante el público fue una revisión de su carrera, de su vida, de sus monstruos, aquellos que nunca han desaparecido. Un espectáculo que, más que viralizar el momento, dejó claro que el escenario es su territorio, un lugar donde el pasado y el presente se encuentran para dar paso a un futuro lleno de nuevas versiones de sí misma. Como ella misma dijo, los monstruos nunca mueren, y Lady Gaga sigue siendo el mayor de todos.

No fue solo la presentación de un álbum, Mayhem, que acaba de ver la luz hacía tan solo un mes. La artista neoyorquina, nacida Stefani Joanne Angelina Germanotta, fue mucho más allá. Su espectáculo en Coachella no era únicamente un repaso de los nuevos temas que su público esperaba escuchar, sino una declaración de principios, un recordatorio de que los monstruos, aquellos que la han seguido desde sus primeros pasos en el mundo de la música, siguen vivos. Porque, como ella misma dijo al final de su actuación, con esa frase cargada de simbología y resonancias, "los monstruos nunca mueren". Ella misma, bajo las luces cegadoras y las sombras proyectadas por su propio mito, se reveló como la personificación de esa monstruosidad que nunca desaparece. Es una constante lucha entre los demonios personales y la vida pública, entre la persona real y la ficción que ella misma construyó. Y esa lucha fue el alma del espectáculo.

El escenario de Coachella, monumental como pocos, no solo sirvió de fondo para las canciones; fue un personaje más, un espacio simbólico con forma de antiguo teatro, que abrazaba a la artista en cada uno de sus movimientos. Allí, Lady Gaga mató a Lady Gaga. La Lady Gaga del pasado, esa que cantaba Bad Romance o Alejandro, la que la catapultó al estrellato. Pero en lugar de simplemente rendirse ante esa figura, como podría haber hecho cualquiera, Gaga se enfrentó a ella. Aparecían dobles de su propio ser, vestidas con la misma ropa, los mismos peinados, los mismos gestos de antaño, pero ella no las aceptaba, no las reconocía. Con furia, las sometía a una lucha sin cuartel, las derrotaba a puño limpio, las dejaba KO. Pero como el ave fénix que siempre es, las Lady Gagas del pasado siempre volvían a resurgir, a enfrentarse a su propia creadora, para dar paso a una nueva versión de ella misma. Y así, las viejas canciones se reinventaron, se integraron a una narrativa más compleja, que abarcó los 20 años de carrera de la artista.

Un desmembramiento de su propio ser

Este concierto no solo fue una puesta en escena, fue una terapia. Un desmembramiento de su propio ser, de su legado y su identidad. Mayhem no solo estaba en el aire, sonando con toda su potencia; también estaba en los gestos de Lady Gaga, en su mirada fija en el horizonte, en la energía frenética que desbordaba el escenario, en sus piruetas, sus saltos, sus pasos firmes sobre las tablas. Con más de 120.000 personas congregadas, muchos de ellos conscientes de estar presenciando un capítulo nuevo en la vida de la cantante, el momento se tornó casi trascendental. Pero la grandeza de su actuación no radicó solo en la magnitud del espectáculo, sino en lo que estaba sucediendo bajo esa máscara de diva: la vulnerabilidad de una mujer que finalmente había encontrado su sitio en la vida, pero que no renunciaba a su esencia de monstruo. "Estoy aquí, soy yo", decía sin palabras, y el mensaje era claro: no importa cuánto tiempo pase, ni cuántos alter egos salgan a escena, siempre habrá un monstruo dispuesto a resurgir.

El musical de su vida, un recorrido por su biografía personal y artística

La puesta en escena fue todo un alarde visual. La artista no escatimó en recursos: esqueletos, muertos vivientes, luces cegadoras, fuegos artificiales, cambios de vestuario vertiginosos, pelucas de mil colores y hasta instrumentos musicales como el piano, la batería y la guitarra eléctrica, todos se alinearon en perfecta sincronía para dar lugar a una experiencia sensorial única. A lo largo del concierto, Gaga nos ofreció una especie de musical de su vida, un recorrido por su biografía personal y artística, como si en cada acorde, en cada gesto, se despojara de una capa más de su alma.

En medio de esa majestuosidad, en el entrelazado de sus éxitos más conocidos y las canciones de su nuevo disco, se escuchó la voz potente y desgarradora de una artista decidida a demostrar lo que siempre ha sido: una reina del escenario. Si en su momento Taylor Swift logró cautivar al mundo con su Eras Tour, Lady Gaga, con su inconfundible estilo, supo manejar la misma fórmula: un mixto de viejos y nuevos éxitos, un espectáculo que trasciende el escenario para convertirse en un viaje emocional. Esta gira de 48 conciertos entre julio y diciembre, que incluirá tres paradas en Barcelona, promete ser una experiencia aún más grande. Las comparaciones con otros shows de alto nivel, como el de Swift, son inevitables, pero en este caso, Lady Gaga no solo juega en el mismo campo; ella redefine las reglas del juego.

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