
Hubo un tiempo en que Farah Diba flotaba sobre los tapices persas como una aparición de cuento oriental, vestida con el brillo de los zafiros y los suspiros de una corte que la veneraba como a una diosa. Fue la última emperatriz de Irán, la última gran soberana de un imperio que se desmoronó entre el fulgor de las revoluciones y el polvo del exilio. Ahora, con 85 años y más de cuatro décadas lejos de su patria, su vida se dispone a ser llevada al cine, un destino lógico para quien ha habitado siempre en la frontera entre la historia y la leyenda.
La cineasta franco-iraní Emily Atef será la encargada de dirigir la película, un proyecto que busca capturar la grandeza y el abismo de una mujer que lo tuvo todo y lo perdió todo, salvo la memoria. "Estoy encantada de que quieran contar mi historia, pero me gustaría que fueran más allá. Quiero mostrar qué es Irán y quiénes son los iraníes", ha dicho la emperatriz con la dignidad de quien aún cree que los recuerdos pueden torcer el destino.
El esplendor y la caída
Para entender a Farah Diba hay que imaginarla primero en su máximo esplendor: la tercera esposa del sah Mohammad Reza Pahlaví, una joven de porte aristocrático que encarnaba la modernidad en un Irán que aún se debatía entre la tradición y la fiebre del petróleo. Reinó durante veinte años, de 1959 a 1979, y fue la única consorte en la historia del país que recibió el título de Shahbanou, algo así como "reina de reinas". La monarquía persa, con su fasto y sus promesas de modernización, se sostenía sobre un suelo que ya temblaba con las primeras grietas de la revolución.
La emperatriz, culta y elegante, apoyó con fervor la llamada Revolución Blanca, el ambicioso plan del sah para transformar Irán en una potencia industrial y social. Pero la historia no perdona a quienes avanzan más rápido que su pueblo. En 1979, el régimen cayó, el ayatolá Jomeini regresó del exilio y la familia imperial tuvo que huir. La opulencia de los palacios dio paso a la errancia por el mundo: Egipto, Marruecos, México, Estados Unidos, Francia. En cada lugar dejaban un pedazo de su antigua vida, como si fueran príncipes medievales expulsados de su propio cuento.

Los fantasmas del exilio
Pero la tragedia no terminó con la pérdida del trono. A veces el exilio es un veneno lento, y en el caso de Farah Diba, sus efectos se manifestaron de la forma más cruel. En 2001, su hija menor, la princesa Leila, fue encontrada muerta en una habitación de hotel en Londres, víctima de la anorexia y la depresión. Diez años después, su hijo Alí Reza, roto por el mismo desarraigo que consumió a su hermana, se quitó la vida en Boston mientras esperaba el nacimiento de su única hija.
"Pienso cada día en mis hijos, víctimas del exilio que nos tocó vivir", confesó alguna vez la emperatriz. Porque no hay nada más devastador que sobrevivir a los propios hijos. A estas alturas, el brillo de las joyas imperiales es solo un eco lejano, y la verdadera herencia de la última emperatriz de Irán es un manojo de ausencias que pesan más que cualquier corona.

De los palacios a la cultura pop
Hay, sin embargo, otro capítulo curioso en la biografía de Farah Diba, uno que la conecta con la España de los años 80. Lejos de los jardines de Teherán, la emperatriz encontró un insólito refugio en la memoria pop de La Movida. Su imagen, con su aire de reina trágica y su exilio dorado, fascinó a los creadores de la época, que la convirtieron en un icono inesperado en revistas, exposiciones y hasta canciones.
Tal vez porque la vida de Farah Diba tiene ese extraño magnetismo de los mitos. Fue la emperatriz de un mundo que ya no existe, la reina de un país que se convirtió en otra cosa, la viuda de un hombre al que la historia sepultó bajo la arena del tiempo. Ahora, cuando el cine intente contar su vida, no será fácil decidir qué mostrar: si el esplendor de la seda y las piedras preciosas o el vacío que dejaron las muertes y el exilio.
En el fondo, lo que esta historia revela es que ningún lujo es suficiente para derrotar a la tristeza. Ni siquiera una corona de esmeraldas puede proteger a una emperatriz de la más humana de las condenas: la pérdida.