
Al sur del sur, donde los montes de Málaga se funden con el aliento del Atlántico que asciende desde Cádiz, existe una bañera de cobre que no se busca, sino que se encuentra como quien da con un océano enterrado por el azar. La bañera está dentro del mejor cuarto de baño de la mejor habitación del mejor lugar. Ese sitio se llama La Donaira.
No es un hotel, ni una casa rural. Es un estado de ánimo que flota en un mar de tierra verde de 700 hectáreas, a la vera de Ronda. La finca, como percibió un buen amigo con la clarividencia de un experto en viajes de autor, es un paréntesis en el tiempo, una de esas burbujas donde el mundo se detiene y la vida vuelve a otra dimensión, o tal vez a su compás original, al ritmo de la luz y del viento. Mi amigo dice que aquello era como el proyecto Dharma, aquel inquietante paraje de la serie Perdidos. Porque en La Donaira no todo es lo que parece. Pero en este caso todo es mejor. Y no es una distopía sino un sueño.

Llegué a La Donaira de noche, en buena compañía, algo mareado por carreteras que se enroscan sobre sí mismas, como si quisieran despistar a los no iniciados. No hay carteles estridentes ni anuncios que griten su presencia. Es un secreto compartido entre quienes entienden que el lujo no tiene que ver con el oro ni con el mármol, sino con la caricia de una brisa en la piel, con la sombra de una encina centenaria bajo la que leer unos versos prestados en completo silencio. Nada más llegar, el cielo impone su belleza con la ayuda infinita de una epopeya de estrellas que solo sobreviven fuera de la ciudad.
Cuando el coche se detiene, el primer impacto es el aire. Un aire de invierno maduro, limpio y afilado, que parece haber sido destilado a lo largo de siglos entre campos de hinojo. Respiras y, sin darte cuenta, algo dentro de ti se acomoda a esa pureza. Te bajas, avanzas unos pasos por el albero mojado y entonces ves la casa. Un cortijo grande de 115 años, restaurado con la sabiduría de quien sabe que la piedra vieja guarda historias y que las vigas de madera hablan si uno se detiene a escuchar. La noche apenas se cuela entre los muros y patios de mandarinos verdes y naranjas como el vino del mago David. Recordadme que os hable de David, mucho más que un sumiller, un artista enamorado del vino, de Polonia y del placer. Recordadme que os hable del gusto, uno de los cinco sentidos que en La Donaira se mascan como quien mastica golosinas hasta llorar de gusto.

Otro sentido es la mirada. Después de las estrellas, los ojos van resbalando por cada rincón de esta casa decorada con cultura, con una calma antigua, con muebles cálidos, fuentes, música, senderos de tierra ocre, camas de siesta ancha y atardeceres empapados en calma, en baños sin prisa en las piscinas o en la bañera de cobre. En internet he visto una preciosa muy parecida pero cuesta una fortuna. Por el día la vista es la sierra que divide Cádiz y Málaga, en un punto entre Grazalema, Montecorto y Zahara de la Sierra alfombrado con esa malva reposada a casi mil metros por encima del mar. En La Donaira, el último paraíso en incorporarse a Relais & Chateaux, el verdadero lujo es la falta de artificios. No recuerdo lámparas de araña ni alfombras persas. La belleza se desnuda en su forma más pura: sigo obsesionado con la bañera de cobre junto a una ventana abierta al horizonte. Esos baños no se olvidan. Tampoco esa mesa de madera noble que ha sido acariciada por miles de manos, una chimenea que susurra historias en la lengua antigua del fuego.

Las habitaciones no tienen número ni llave. Solo alma. Cada una es distinta, porque cada viajero que las habita es único. Unos encuentran el éxtasis en una cama de lino desde la que ver el amanecer; otros, en una butaca junto a la biblioteca, donde Virgilio o Bruegel esperan pacientes a que alguien los despierte de su letargo. Las noches hay que compartirlas con las estrellas. A ellas les pertenecen. Parecen de mentira, como pintadas. Pero uno se duerme de verdad con el crujido ocasional de la madera que respira. Y al amanecer, la luz entra con la suavidad de una caricia tan obscena como delicada. Despiertas y sientes que algo ha cambiado, aunque no sepas bien qué. Pero sonríes. Si La Donaira es un reino, sus súbditos son los sentidos. Y trabajan a conciencia para los visitantes. Se ven cosas que en la ciudad han dejado de existir: la oscilación de las sombras a lo largo del día, el temblor de la hierba bajo el viento, el azul absoluto del cielo cuando cae la tarde y se hace negro con lunares que brillan y lloran luz como soles recién nacidos. Abajo se huele la tierra, pero no como un aroma estático, sino en su danza infinita: la hierba fresca al amanecer, la naturaleza cálida al mediodía, la leña humeante en la noche. Se tocan texturas que habían sido olvidadas: la rugosidad de la piedra fría, la suavidad de una manta de lana tejida a mano, la piel cálida de un caballo lusitano que respira junto a ti con la paz de quien solo ha conocido el cariño o la amistad de Juan, su maestro y compañero.
En La Donaira se escucha el silencio. Un silencio vivo, lleno de matices: el sonido es un zumbido de abejas en un sarcófago terapéutico o en los jardines medicinales, un crujido de la madera en la sauna, se intuye la sonrisa lejana de algún huésped que ha entendido, de pronto, que la felicidad es simplemente estar aquí y ahora. Paula es psicóloga, especialista en bienestar; es polaca y su español impecable ofrece la elegancia exótica de quien pronuncia pensando lo que dice. Su gong nos baña en sonidos que relajan e inspiran. Chopin estaría orgulloso de la sinfonía de consejos que su compatriota ofrece para aislarnos frente a lo innecesario y llenar con ruidos deliciosos el sonido de un instante de inspiración. Se nota al momento que el método funciona.
Cada comida es una ensalada de ritos: no hay carta porque no hay necesidad de elección
Y el gusto. ¡Ah, el gusto! En la Donaira, cada comida es una ensalada de ritos. No hay carta, porque no hay necesidad de elección. Lo que se sirve es lo que la tierra ofrece ese día: un catálogo infinito, muchos quesos, mucho de todo. Recuerdo un queso elaborado con la leche cruda de cabras que pastan a su antojo, un pan de masa madre recién horneado que huele a infancia, una verbena de tomates que parecen haber atrapado el sol, las ambrosías o el néctar de todos los dioses. Y el vino, natural y sin artificios, fluye en las copas como un diálogo íntimo entre la tierra y el paladar. David sabe que no le olvidaré. Tampoco es posible olvidar a Nerea y Manu. Están al frente de un equipo de profesionales que dedican horas a preparar desayunos, comidas y cenas que solo puedes degustar allí. Porque todo crece y se elabora allí. Todos juntos. En una mesa de madera ancha y recia frente a una cocina abierta que es un teatro culinario, una corrala de placeres para el gusto. El pan, la pintada, la sobrasada, las coles, la lechuga, la amatriciana… Tienen a la espalda los chefs mucha ilusión y juventud pero también un ingenio colosal, y la escuela buena de profesionales del máximo nivel; el mejor género: variedad, creatividad sin límite, buen gusto y amor por lo que hacen y por sus huéspedes. El gusto es mío.

Los caballos lusitanos y los burros de Verónica
Los caballos lusitanos son una de las joyas de la finca. Se crían con un respeto absoluto, en una simbiosis perfecta entre el hombre y el animal. Quien los doma lo hace con la humildad de quien entiende que un caballo no se domina, sino que se comprende, se enamora, se crea un vínculo de cariño, respeto y amistad. Y junto a ellos, los burros, esos viejos sabios del campo andaluz que aquí encuentran su santuario. Pasear con un burro es una lección de paciencia y ternura. Verónica invita a ralentizar el paso, a mirar el paisaje con otros ojos, a recordar que en la vida, a veces, lo mejor es simplemente seguir el ritmo de quien nunca tuvo prisa. Platero pesa 300 kilos, es guapo a rabiar y se para a comer yerba cuando le da la gana. Tercius es más chico. Pero también tiene mucho amor. Verónica aúlla como una loba para llamarnos y regresamos a la realidad tras en baño de bosque con los burros amorosos, que pueden vivir 40 años y son más listos que los caballos. El Shinrin Yoku es una práctica tradicional japonesa que combina la relajación en plena naturaleza con la presencia tranquilizadora de los burros andaluces de la finca. Es una experiencia.

Gigi tiene un huerto de dimensiones generosas con todas las plantas del mundo. Pasear con el maestro botánico es una fiesta para el olfato. Oler cada planta después de estrujarla entre los dedos confirma que normalmente solo usamos un pequeño porcentaje de nuestro cerebro. Descubrir fragancias es una delicia. Con Gigi descubres aromas nuevos y recuperas otros que conociste y no recordabas o no identificabas. Hay mucho más: una gata enamorada que sin duda es la reencarnación de alguien que me quiso en otra vida; unos mastines gigantes con una caída de ojos irresistible. Y mucho cariño.


El Alma de la Tierra
Pero La Donaira no es solo un refugio para los sentidos. Es una declaración de principios. Aquí, la sostenibilidad no es una etiqueta, sino una forma de vida. Nada es superfluo, nada es impostado. La energía la generan el sol y el viento, y se contagia. El agua viene de manantiales puros, y los majestuosos caballos y todos los animales (hasta los escandalosos gansos) son tratados con la dignidad que merece cualquier ser vivo. Más de 90 personas trabajan en un destino con solo nueve habitaciones. Vienen de América, del Reino Unido, del Norte de Europa y de todo el mundo. El 95 % de los afortunados que visitan este trozo de cielo entre Málaga y Cádiz son extranjeros.

Un Viaje sin Regreso
Lo peligroso de La Donaira no es llegar. Es marcharse. Porque cuando te vas te das cuenta de que algo de ti se ha quedado allí. Puede ser un pedazo de tu ansiedad, que se ha disuelto frente a una encina con medio milenio encima, que tal vez vio pasar a bandoleros como El Tempranillo o que inspiró a Hemingway. La Donaira puede ser una idea que creías olvidada, que ha vuelto a brotar como una semilla dormida. Puede ser simplemente la certeza de que hay lugares en el mundo donde el tiempo es otro, donde la vida dura más y se saborea como un buen vino: con pausa, con atención, con gratitud.

La Donaira no se explica. Se vive. Y quien la ha vivido lleva su recuerdo como un perfume invisible, como una música que suena en lo más hondo y nunca se apaga. Así que si alguna vez, entre las páginas de un libro o en una conversación al azar, alguien te habla de un rincón escondido entre Málaga y Cádiz donde el viento susurra historias y los caballos lusitanos son felices, no preguntes demasiado. Solo ve. Respira. Y deja que el lugar haga el resto.
