Evasión

La luz que imaginamos: el fulgor del alma en un lienzo sobre los recovecos de una urbe que nunca duerme.

Escena de La luz que imaginamos

En La luz que imaginamos, Payal Pakadia despliega su arte como quien desvela un fresco oculto bajo capas de polvo. Esta ópera prima, premiada en Cannes, no es solo cine, sino una meditación sobre la vida que bulle en las grietas de Mumbai, donde los neones iluminan tanto las calles como los vacíos del alma. En esta obra, la luz no es solo recurso: es espíritu que se filtra por los recovecos de una urbe que nunca duerme.

La cámara de Ranabir Das dibuja la ciudad como un nervio expuesto, donde la oscuridad está siempre a punto de ceder a una ráfaga de luz eléctrica. Los bares de madrugada, las ventanas iluminadas como ojos vigilantes y las sombras que se deslizan por los callejones son testigos de una verdad que no necesita palabras. Mumbai no es aquí la postal turística ni la masa informe de caos que otros cineastas suelen retratar, sino un personaje vivo, que respira en sincronía con las esperanzas y frustraciones de sus habitantes.

En el corazón de esta sinfonía visual están dos enfermeras, Prabha y Parvaty, cuyas vidas parecen tejerse con hilos de resignación y desafío. Divya Prabha es una mujer que carga con un matrimonio fantasma, una herida abierta entre continentes, mientras Kani Kusruti encarna el fuego de la rebeldía, ardiendo en el refugio clandestino de un amor prohibido. Ambas se cruzan sin grandes aspavientos, pero con una complicidad que Pakadia insinúa en gestos, miradas y silencios.

Cuando una tercera mujer, expulsada de su hogar por la codicia inmobiliaria, entra en escena, el triángulo se cierra con una suerte de alquimia. La tragedia que podría haber sido una nota discordante se convierte en un eco liberador, y las tres se confabulan contra un destino que parece escrito por otros. En un acto de rebelión, lanzan piedras contra el cartel que promete una vida que nunca será suya, y en ese instante, Pakadia logra que lo terrenal se eleve a lo simbólico.

La última parte del filme, lejos del ruido de la ciudad, es un canto a la posibilidad de huir, aunque sea por un instante. El paisaje costero se abre como un lienzo limpio donde las tres mujeres buscan lo que quizás ni ellas saben definir. Allí, el sol es un bálsamo, pero también una revelación: la luz no es salvación, sino un espejo que muestra con más claridad el rostro del futuro.

Pakadia huye del folclore fácil y de la tentación de edulcorar su mensaje. Su India es íntima, dura y, sin embargo, profundamente hermosa. Las luchas de estas mujeres son pequeñas, pero resuenan con la fuerza de lo universal: el deseo de ser, de amar y de encontrar un lugar en un mundo que parece decidido a negárselo.

La luz que imaginamos no solo deslumbra por su belleza visual, sino por su capacidad para encontrar humanidad donde otros solo ven miseria. Payal Pakadia, con una sensibilidad que evoca a un poeta más que a un cineasta, nos entrega una obra donde cada destello de luz, cada sombra que cae, nos recuerda que la vida es, al final, una danza constante entre ambas.

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