
Luca Guadagnino se adentra en el universo de William S. Burroughs como quien entra en un callejón sin salida: despacio, pero sin retroceder. El director italiano, más conocido por arrancarle suspiros a los amantes del cine de autor con Call Me By Your Name o con el febril y sangriento remake de Suspiria, decide esta vez adaptar Queer, la novela que Burroughs escribió con el eco de una pistola aún resonando en su memoria. Y, como en un retruécano de espejos rotos, lo que Guadagnino ofrece es a la vez una versión fiel y un atrevido pastiche, una obra que parece burlarse de su propia solemnidad mientras celebra su artificio.
Daniel Craig, ese cuerpo que ha sido Bond —ese Bond que fue músculo, martini y misión—, se ha convertido ahora en un despojo humano: un hombre ahogado en deseo y mezcal. Su William Lee es la viva contradicción entre el actor y el personaje, y tal vez por eso funciona. Craig, que antes recorría escenarios con la precisión de un espía que nunca tropieza, aquí se desliza como un barco sin timón por las noches mexicanas, persiguiendo a un Eugene Allerton (Drew Starkey, más hielo que carne) que encarna al amante inalcanzable, al fetiche vivo. La relación entre ellos no es un romance, sino una danza lenta de obsesión y rechazo, marcada por el ritmo sincopado de las frustraciones.
Craig no interpreta a Burroughs, sino al eco de su sombra: un hombre que ha perdido más de lo que puede recordar y que, en el silencio de las madrugadas, encuentra que incluso sus deseos están vacíos. Es un riesgo que Guadagnino asume con la seguridad de quien juega una partida de cartas marcada, pero que Craig ejecuta con la elegancia de un actor que se despoja de su imagen para vestirse con otra piel, una que suda mezcal y desesperación.
Guadagnino no reconstruye el México de los años cincuenta; lo inventa. Rodada en los estudios de Cinecittà, la película transforma la Ciudad de México en un lugar que nunca existió, una mezcla de postal vintage y delirio alucinógeno. Es un México de sombras largas, de bares que huelen a humo y desdicha, de calles que parecen desembocar en el olvido. La cámara de Guadagnino se mueve como un voyeur discreto, capturando los detalles con una precisión casi fetichista: el sudor en la frente de Craig, el sonido de un vaso que se rompe, la luz amarillenta que parece derretirse sobre las paredes. Pero en este México inventado hay un exceso de control, un artificio que a veces traiciona la crudeza de la historia. Si Burroughs escribía con las tripas, Guadagnino filma con el pincel; y aunque el resultado es bello, no siempre es visceral.
Y luego está la música, esa banda sonora que va de Nirvana a New Order, pasando por composiciones climáticas que parecen querer llenar los vacíos de la narrativa. Es una elección audaz, sí, pero también una que a veces rompe el hechizo, recordándonos que estamos viendo una película y no un sueño. Guadagnino apuesta por el contraste, pero el resultado es desigual: algunas escenas adquieren un poder hipnótico, mientras que otras se ven arrastradas por un exceso de estilo que no siempre sirve a la historia.
El problema de Queer es que su belleza a veces se vuelve monótona. Los primeros capítulos, que retratan la rutina de Lee en un México de alcohol y encuentros sexuales anodinos, caen en un círculo repetitivo que no logra capturar el grotesco humor de Burroughs. Guadagnino parece demasiado enamorado de la atmósfera como para romperla con el filo de la ironía. Sin embargo, la película resucita en su tramo final, cuando Lee y Allerton viajan a la selva en busca de la ayahuasca, esa droga que promete revelaciones pero entrega pesadillas. Aquí, Guadagnino se suelta, dejando que su cámara se pierda en imágenes psicodélicas que parecen salidas de un cruce entre David Lynch y el Kubrick de 2001: Odisea del espacio. La interpretación de Lesley Manville como chamana es un regalo inesperado, un momento en el que la película encuentra un nuevo lenguaje, más cercano al delirio que a la narrativa convencional.
No se puede hablar de Queer sin recordar la adaptación que David Cronenberg hizo de El almuerzo desnudo en 1991. Mientras Cronenberg optaba por la visceralidad y el grotesco, Guadagnino apuesta por la elegancia y el simbolismo. Son enfoques opuestos, pero complementarios: si Cronenberg nos lleva al interior del cuerpo, Guadagnino nos muestra su reflejo en un espejo roto. Queer no es una película fácil ni mucho menos perfecta, pero eso es parte de su encanto. Es un experimento audaz, una obra que se atreve a mirar al abismo del deseo y a explorar los miedos más profundos del ser humano: el miedo a la soledad, al tiempo, al simple hecho de existir.
Guadagnino no logra capturar el espíritu de Burroughs, pero tampoco lo traiciona. Su Queer es una experiencia desigual pero con momentos fascinantes, un viaje que nos deja con más preguntas que respuestas. Como un buen libro, es una película que no se cierra; permanece abierta, latiendo en algún rincón oscuro de nuestra memoria.