Evasión

Por qué la segunda parte de 'El Juego del Calamar' es tan brutal desde el capítulo uno

Cuando un fenómeno cultural alcanza el grado de tótem, todo regreso a su altar tiene algo de rito peligroso. Como quien visita un volcán apagado y lo golpea con un bastón para ver si todavía late lava, la segunda temporada de El Juego del Calamar estrenada en Netflix empieza sabiendo que su propia existencia corre el riesgo de ser un eco de lo que fue, una sombra de aquel primer grito brutal que sacudió el mundo en 2021. Sin embargo, el creador Hwang Dong-hyuk ha optado por no repetir la fórmula exacta; ha preferido hacer girar el cuchillo en la llaga, profundizando en el dolor, en la sátira y en la oscuridad del alma humana, logrando que cada capítulo sea como un mazazo que no da tregua.

El primer episodio no es un regreso festivo. Más bien, se siente como abrir de nuevo una herida que nunca cicatrizó. El protagonista, Seong Gi-hun, ha pasado de ser el hombre risueño, ingenuo y algo patético de la primera temporada a convertirse en un espectro. La victoria, que lo sacó con vida de aquella isla maldita, lo dejó manchado para siempre. Tres años después, no ha gastado ni un céntimo del premio que ganó entre cadáveres, pero su vida es un páramo; un reflejo de la desesperanza que la serie siempre ha sabido retratar con precisión quirúrgica.

Y aun así, vuelve. ¿Por qué alguien regresaría a ese infierno? Esa es la pregunta que flota en el aire durante los dos primeros episodios, una pausa que, lejos de enfriar la trama, prepara al espectador para un descenso aún más cruel a los abismos del juego. Cuando Seong Gi-hun decide enfrentarse a quienes manejan los hilos, su venganza no es de fuego ni pólvora; es el rencor silencioso de un hombre que ha perdido todo, hasta a sí mismo.

El terror cotidiano de lo absurdo

La fuerza de El Juego del Calamar no está solo en su violencia explícita, sino en su capacidad para combinar el terror con la banalidad. Cada juego infantil que propone se convierte en un escenario de muerte, sí, pero también de ironía grotesca. Esta temporada lleva esa dicotomía al límite: risas nerviosas, humor absurdo, y música que desarma por su aparente inocencia antes de que estalle la sangre.

Uno de los mayores aciertos es la mirada que ahora se lanza hacia quienes están del otro lado: los vigilantes de mono rojo. Esos hombres y mujeres, hasta ahora meros peones de una máquina despiadada, cobran vida en esta entrega. No son autómatas: tienen sus propias miserias, ambiciones y miedos. Este gesto humaniza el horror, dejando claro que la maldad no brota de la nada, sino que se alimenta de los sistemas que nos rodean.

Nuevas máscaras, mismas tragedias

La incorporación de nuevos personajes, entre ellos una chamana, un grupo de exmarines, y una mujer trans, da un aire fresco al grupo de jugadores, aunque todos comparten el mismo destino: ser devorados por la maquinaria del espectáculo. Cada uno de ellos se convierte en un espejo donde el espectador ve reflejada su propia fragilidad. Al final, la brutalidad de El Juego del Calamar no es solo física, sino emocional: te recuerda que la vida es, en gran parte, un juego cruel con reglas que no controlas.

Una de las innovaciones más inquietantes de esta temporada es la opción que tienen los jugadores de votar si quieren continuar o abandonar el juego. Esa ilusión de democracia, por supuesto, está contaminada desde el principio por la codicia, el miedo y el egoísmo. Las negociaciones entre ellos para decidir qué hacer son pequeñas batallas donde aflora lo peor de cada uno, y es ahí donde la serie vuelve a brillar como una sátira despiadada del ser humano.

El clímax: un séptimo episodio vibrante

La temporada avanza con paso firme, pero es en su séptimo episodio donde explota todo su potencial. La acción, la tensión y la emoción alcanzan un nivel que no deja respirar, cerrando la entrega con un crescendo que te deja, literalmente, al borde del abismo. Este final es un recordatorio de que, aunque todos sabemos hacia dónde vamos, la forma en que llegamos puede ser tan fascinante como devastadora.

La crítica que persiste

Debajo de las capas de sangre, sátira y espectáculo, El Juego del Calamar sigue siendo un retrato despiadado de las desigualdades que gobiernan el mundo. La pobreza, la deuda, y la explotación son los verdaderos enemigos, pero la serie no se detiene en sermones. Prefiere mostrar a sus personajes peleando por sobrevivir en un sistema que los devora, convirtiéndolos en una metáfora viviente de las luchas diarias de millones de personas.

Más de tres años han pasado desde aquella primera temporada que se grabó a fuego en la memoria colectiva. Y, aunque el tiempo suele erosionar el impacto de cualquier fenómeno, esta segunda parte demuestra que El Juego del Calamar no solo sigue vivo, sino que ha sabido evolucionar. Es un espectáculo tan brutal como inteligente, capaz de divertir y hacer pensar al mismo tiempo.

Porque, al final, el verdadero juego no está en los episodios, sino en lo que queda resonando en tu mente cuando apagas la pantalla. Y ahí, Hwang Dong-hyuk vuelve a ganar la partida.

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