Evasión

Tiziano recibe en El Prado las esculturas de Isabel de Portugal, María de Hungría, Carlos V y Felipe II

Tiziano abre sus brazos a los Leoni en la Galería Central del Prado. En el corazón del Museo del Prado, en Madrid, donde la luz parece flotar entre columnas y pinceladas, cinco esculturas de los Leoni han encontrado su lugar definitivo. Isabel de Portugal, María de Hungría, Carlos V y Felipe II, convertidos en efigies de mármol y bronce, han descendido del Claustro de los Jerónimos para integrarse en la narrativa solemne de la Galería Central. Allí, escoltados por los retratos de Tiziano, estos ilustres habitantes de la historia vuelven a ocupar un lugar privilegiado, recordándonos que la memoria dinástica es tanto una cuestión de símbolos como de arte.

El Prado, como un organismo vivo, respira a través de sus transformaciones. Su colección escultórica, muchas veces eclipsada por el brillo de sus lienzos, se reivindica ahora en un gesto de justicia histórica y estética. No es que antes las esculturas de Leone y Pompeo Leoni estuvieran relegadas, pero en el Claustro, alzadas sobre pedestales elevados, parecían mirar a los visitantes desde una altivez distante. Ahora, al colocarse a la altura de nuestros ojos, estas obras recuperan su humanidad. Cada pliegue, cada arruga, cada símbolo cincelado por los Leoni cobra vida bajo la luz matizada que atraviesa la galería, como si el tiempo hubiera hecho una pausa para permitirnos contemplarlas con mayor intimidad.

Isabel de Portugal. Foto: Museo del Prado

El diálogo entre mármol, bronce y óleo

En este nuevo escenario, las esculturas no están solas. La compañía de Tiziano, que también inmortalizó a los mismos protagonistas en sus lienzos, amplifica el discurso expositivo del museo. La pintura y la escultura, a menudo enfrentadas en la historia del arte, aquí se dan la mano en una conversación silenciosa pero elocuente. Tiziano, con su capacidad para captar la intensidad psicológica en los retratos, y los Leoni, con su precisión escultórica que roza la orfebrería, se complementan de manera natural.

El Prado ha sabido construir un espacio de "alta densidad simbólica", como lo han descrito sus responsables. La disposición de las esculturas, no en el centro de la galería sino entre las columnas, añade un matiz arquitectónico a la experiencia. No es solo un desfile de figuras ilustres; es un entorno que envuelve al visitante en el mundo dinástico de los Habsburgo, donde cada gesto y cada detalle cuentan una historia de poder, fe y trascendencia.

Efigies de la historia

Cada escultura tiene su propio carácter y su propia misión dentro de este conjunto monumental. Carlos V, el emperador cuya sombra aún se alarga sobre Europa, aparece representado en dos obras. En la primera, un mármol de 1553, luce una armadura decorada con Marte, el dios de la guerra, como si el eco de la batalla de Mühlberg aún resonara en el aire. En la segunda, un busto de bronce descansa sobre un águila heráldica, símbolo de su imperio, mientras dos desnudos flanquean su figura en una alegoría clásica de la fuerza y la virtud.

Felipe II, por su parte, se presenta en bronce con una sobriedad que refleja tanto su carácter personal como su papel histórico. Este retrato, encargado por su tía María de Hungría, formaba parte de la galería de retratos familiares del palacio de Binche, un espacio que buscaba perpetuar el linaje mediante la representación artística.

María de Hungría, la hermana de Carlos V. Foto: Museo del Prado

María de Hungría, la hermana de Carlos V y una de las mecenas más destacadas de su tiempo, aparece con la solemnidad de una viuda. Con un misal en sus manos y vestida de luto, encarna la melancolía y la devoción de una época marcada por la fe y las pérdidas. Isabel de Portugal, por último, esculpida también en bronce, mira desde su pedestal con una dignidad serena, inspirada en un retrato de Tiziano que Leone Leoni trasladó al ámbito escultórico con una fidelidad asombrosa.

El Prado como laboratorio de convivencia

Este movimiento dentro del museo es más que un cambio de ubicación; es un acto de curaduría que subraya la relación entre distintas disciplinas artísticas. La exposición más reciente del Prado, Darse la mano, exploraba precisamente esta convivencia entre pintura y escultura, y la incorporación de los Leoni a la Galería Central extiende esta reflexión al núcleo mismo del museo.

La decisión de trasladar estas esculturas al lugar más emblemático del Prado no solo eleva su estatus; también redefine cómo las percibimos. El Prado nos invita a mirar con otros ojos, a detenernos y descubrir en el bronce y el mármol la misma vitalidad que Tiziano capturó en sus óleos.

Un canto al linaje y al arte

En palabras del propio museo, estas esculturas representan "uno de los estadios más elevados de excelencia artística" del siglo XVI. No son solo retratos; son declaraciones de poder y legado, donde lo conmemorativo se entrelaza con lo simbólico. Su acabado, de una minuciosidad que remite al arte de la joyería, nos habla de un tiempo en el que la escultura era un vehículo de eternidad.

Con esta nueva instalación, el Prado no solo rinde homenaje a los Leoni; también reafirma su misión como custodio de la historia. Bajo la mirada de Tiziano y al amparo de las columnas de la Galería Central, estas esculturas nos recuerdan que el arte es, en última instancia, un puente entre el pasado y el presente, entre lo tangible y lo inmaterial. Un espacio donde el tiempo se detiene, aunque solo sea un instante, para que podamos mirar cara a cara a la historia.

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