
La vida es un juego de espejos. Si uno se detiene a pensar, todo en este mundo parece ser reflejo de otra cosa, como si el tiempo, las ideas y las imágenes no fueran más que destellos de una única luz que nunca alcanzamos a comprender del todo. Jeff Koons, ese mago del acero inoxidable y del azul metacrilato, llegó a Granada con la apariencia de un viajero cósmico, un Anthony Perkins que aprendió a sonreír. En el Palacio de Carlos V, su obra, tan brillante como el canto de una moneda recién acuñada, se enfrentó cara a cara con Picasso y los ecos de los grandes maestros que habitan en el Museo de Bellas Artes de Granada. Allí, en ese espacio de mármol, azulejo y siglos, todo cobró un aire de ceremonia mística.
Koons presentó su exposición Reflejos Picasso / Koons en La Alhambra, una muestra modesta en número de piezas, pero cargada de un simbolismo que solo las grandes ficciones pueden alcanzar. Cinco obras, apenas cinco, bastaron para tejer un diálogo que saltaba de la escultura griega al pincel de Picasso, del azul de la Virgen de Sánchez Cotán al brillo dorado de unas Tres Gracias que parecen haber escapado de un desfile de alta costura. "Esto es metafísica pura", dijo Koons con su tono de místico desencantado. Frente a las figuras de Picasso y los ecos de David, el estadounidense parecía un alquimista que acabara de convertir en oro las viejas parábolas del arte. Y, en cierto modo, lo había hecho. En su obra Gazing Ball (La intervención de las sabinas), una esfera azul reposa con insolencia sobre una composición tomada directamente de Jacques-Louis David, como si el peso de los siglos pudiera reducirse a una burbuja iridiscente. De David a Picasso, de Picasso a Koons, y de Koons de vuelta a los griegos: un bucle que se expande como una onda en el agua.

Pero el agua, en Granada, no es solo un recurso visual. Es alma y espíritu. "La Alhambra es profunda y potente", declaró Koons, y en esa simple frase parecía haber condensado toda la historia de este lugar. "El Palacio de Carlos V contiene el círculo y el cuadrado; toda la energía del universo está en su entrada". Lo decía con una sonrisa que oscilaba entre el entusiasmo del turista y la serenidad del chamán que sabe que sus palabras son, a la vez, verdad y mentira.
Koons siempre ha sido un hombre de paradojas. Su figura es como un espejo deformante en el que caben todos los extremos: la frivolidad del mercado del arte y la trascendencia de la belleza, la ostentación tecnológica y la intimidad de las emociones. Y allí, en Granada, quiso hablar de la conexión profunda que siente con Picasso, una conexión que no es solo artística, sino también familiar, casi biológica. "Picasso es energía pura", dijo. "Es generosidad, trascendencia".
Lo cierto es que, en las salas del Museo de Bellas Artes, esa conexión parecía cobrar vida propia. Frente a un estudio de Picasso sobre el tema de Las Tres Gracias, Koons colocó su propia interpretación del mito, una obra en acero inoxidable dorado que parecía desafiar las leyes de la gravedad. Las figuras de Koons, sin rasgos definidos pero extrañamente sonrientes, se alzaban sobre una base que daba la impresión de estar a punto de derretirse. Eran clásicas y modernas al mismo tiempo, como si hubieran nacido de un cruce imposible entre Fidias y Balenciaga.

En otra sala, el azul profundo del manto de una Inmaculada Concepción de Sánchez Cotán se enfrentaba al azul, igualmente profundo, de las bolas de metacrilato de Koons. Entre ambas piezas se establecía un diálogo que iba más allá de los siglos, como si ambos artistas hubieran llegado a un pacto secreto para medir la intensidad del infinito a través del color. "Todo es un diálogo", insistió Koons. "Mi obra, Picasso, el museo, la arquitectura. Todo es una suma de lo que podemos imaginar en la historia del arte". Y, sin embargo, sus palabras no parecían limitarse al arte. Hablaba de ADN cultural, de una "doble hélice" que une a los griegos, los romanos, los egipcios, Goya, Picasso, y a todos los que alguna vez han intentado capturar la esencia de lo humano.
Koons, en su discurso, se movía entre la lucidez y la extravagancia, como un oráculo moderno que utiliza el brillo del acero y el resplandor del oro para alumbrar ideas que, por momentos, parecen absurdas, pero que, de repente, revelan una verdad inesperada. Porque, al final, todo es cuestión de belleza. "La belleza es comunicarse con otras personas", afirmó. "Es transmitirles la posibilidad de trascender". Y quizás ese sea el verdadero milagro de Koons. Más allá de las polémicas y del mercado, su obra es un recordatorio de que el arte, en su esencia, no es más que una búsqueda de conexión. Un intento, a menudo desesperado, de tender puentes entre épocas, culturas y almas.
En el patio del Palacio de Carlos V, mientras las Tres Gracias de Koons resplandecían bajo el sol andaluz, parecía que esas conexiones eran más tangibles que nunca. La Alhambra, con su mezcla de formas árabes y renacentistas, se convirtió en el escenario perfecto para ese diálogo entre lo eterno y lo efímero. Mañana, Koons dará una conferencia junto al historiador Joachim Pissarro en la sede del Patronato de La Alhambra. Hablarán de la influencia de Picasso en los artistas de Nueva York, pero también, seguramente, del eco interminable que une a todos los creadores a través del tiempo.
Quizás sea cierto que todo en el mundo es un reflejo, un juego de espejos en el que las imágenes se duplican y se transforman sin cesar. Pero en Granada, por un instante, esos reflejos se detuvieron, y en el brillo azul de las bolas de metacrilato de Koons pudimos vislumbrar, fugazmente, la totalidad del universo.