Despedirse de Paul McCartney no es solo despedirse de un hombre, de una época que creímos eterna. Es decir adiós al espíritu de los sesenta que nunca conocimos realmente pero que los Beatles moldearon no solo con su música. Dicen que McCartney, a sus 82 años, no sabe leer partituras, y que compuso desde su cabeza la banda sonora de un tiempo que aún late. Su bajo, su voz, su piano y hasta su español forzado o han quedado incrustados en ese rincón compartido de la memoria llamado inconsciente colectivo. Y allí estábamos nosotros, en el WiZink Center de Madrid, ante un hombre que sonríe como si acabara de componer Yesterday, mientras toca durante más de dos horas y media.
Paul McCartney no usa eso llamado puntualidad británica. Tras un largo cuarto de hora de retraso, apareció con el estruendo de Can't Buy Me Love. Los acordes del clásico rompieron la atmósfera, y fue imposible no dejarse llevar por un grito unánime. Después de Junior's Farm, un éxito de Wings, empezó sus clases de español: "Hola España, buenas noches Madrid. Estoy muy feliz de estar aquí de nuevo", nos pareció que decía.
Paul apareció como una descarga, no como un abuelo. En las pantallas, los Beatles de 1964 cantaban desde un blanco y negro que respiraba nostalgia pero lo que ocurría frente a nosotros no era una recreación del pasado: McCartney está vivo, con su energía intacta, y la conexión con el público fluía como si el tiempo no hubiese pasado. "Voy a tratar de hablar un pelín español, but mostly in English". Vinieron Drive My Car, Got to Get You into My Life, ilustrada con caricaturas animadas de los Beatles.
La noche avanzaba y McCartney paseaba por las décadas con la naturalidad de quien ha vivido en todas ellas. Interpretó Come On to Me y Let Me Roll It, en la que soltó su bajo de zurdo para agarrarse a la guitarra con Getting Better. Todo el mundo cantó con él I've Just Seen a Face y Paul gozaba: "En Liverpool había cuatro chicos y esta fue la primera canción que grabamos", compartió antes de Spite of All the Danger, de The Quarrymen. Con Blackbird, subido sobre una plataforma, logro un silencio estremecedor.
Nos dividió a mujeres y hombres para hacer los coros. Con el piano nos fascinó. La referencia a esposa Nancy Shevell, presente en el WeZink, fue aplaudida. Después tocó Nineteen Hundred and Eighty-Five y Maybe I'm Amazed. Llevó al público a un silencio reverente con Here Today, un homenaje a Lennon, presente en la noche 44 años y un día después de que lo mataran, gracias a la Inteligencia Artificial. La magia fue escucharle en I've Got a Feeling.
McCartney recupera la voz de Lennon
McCartney recuperó la voz de Lennon gracias a una proyección digital. No era un truco, no era nostalgia barata: era un milagro, un puente tendido entre dos amigos separados por décadas. Cada canción era un pedazo de historia, un fragmento de un legado que nos pertenece a todos. El concierto no dejó espacio para la pausa. Temas como Jet, Band on the Run y Let It Be parecían diseñados para recordarnos por qué Paul McCartney es irrepetible. El homenaje a George Harrison con Something fue maravillosos, con imágenes del gran compositor de esa canción eterna como tantas. Paul nos recuperó para la vida y el ritmo con una estratosférica versión de Ob-La-Di, Ob-La-Da y después con Band on the Run.
I've Got a Feeling, con John Lennon en las pantallas, Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band o Helter Skelter precedieron a Golden Slumbers, Carry That Weight y por fin... The End. El final llegó como una despedida envuelta en poesía, con su verso inmortal: "Al final, el amor que das es igual al amor que recibes". La euforia y la melancolía fueron iluminadas con el encendido de las luces. McCartney prometió volver antes de desaparecer del escenario. De hecho, regresa este martes. Y volveremos a verle, claro.