
El Gobierno de David Cameron ha superado su primer año en un ambiente de tensión por la inminencia del referéndum sobre la continuidad en la Unión Europea y la preocupante tendencia de una economía que ha empezado a transmitir señales de alerta. Los más recientes indicadores revelan una ralentización que presenta puntos tangenciales con la histórica votación del 23 de junio, pero los males endémicos de un modelo productivo incapaz de resolver el desequilibrio sectorial y la exposición a los mercados globales no se reducen a la consulta comunitaria.
El plebiscito ha sido el verdadero protagonista de estos doce meses transcurridos desde la inesperada mayoría absoluta de unos tories cuya mayor ambición en mayo de 2015 era reeditar el bipartito. La luna de miel generada por una hegemonía con la que no contaba ni Cameron duró lo que tardan en aflorar los problemas estructurales para un partido que constituye en sí mismo una gran coalición.
Un año después de la victoria, la fragmentación de los conservadores recuerda a los años de cuchillos largos que marcaron la tenencia de John Major en la década de los 90. La exigua mayoría de 17 diputados hace que el riesgo de derrota en el Parlamento no sólo sea constante, sino incluso mayor que el que existía con la alianza con los liberal-demócratas la pasada legislatura. Los por entonces 70 escaños de diferencia permitían una margen de maniobra mayor para gestionar disensiones y, a la vez, un reforzado grado de disciplina derivado de la obligación de mantener satisfechos a dos grupos parlamentarios.
Sólo en este año el Gobierno se ha visto forzado a dar marcha atrás en hasta una veintena de ocasiones, algunas altamente dañinas para la autoridad del Ejecutivo y significativamente para el primer ministro. Las retractaciones fueron en muchas ocasiones el resultado de un prolongado proceso que evidenció las fracturas en el Partido Conservador y provocaron un notable coste para una Administración que mantiene la lucha contra el déficit como su objetivo fundamental.
Por si fuera poco, el Gobierno no cuenta con mayoría absoluta en la Cámara de los Lores, lo que en este convulso primer año llevó a un hecho prácticamente sin precedentes en la tradición democrática británica: que la cámara alta tumbase un proyecto presupuestario del Ejecutivo, concretamente la reforma de los denominados tax credits, el complejo sistema de complementos de sueldo para bajos salarios.
No en vano, las decisiones en materia social han demostrado ser la verdadera bomba de relojería para la primera administración íntegramente tory en casi dos décadas. Si el acuerdo para reformar el estatus de Reino Unido en la UE había sembrado ya la división en un gabinete que desde febrero se reparte entre quienes apoyan la continuidad o están a favor de la Brexit, las brechas resultaron innegables en marzo con la dimisión del titular de Trabajo por los recortes sobre las prestaciones por discapacidad anunciados en el primer presupuesto ordinario de la Legislatura.
La bomba detonada por Iain Duncan Smith supuso un duro golpe para la estabilidad de un Gobierno convertido en una olla a presión, puesto que se convirtió en arma arrojadiza entre partidarios y opositores de la UE. Duncan Smith era, precisamente, uno de los miembros más destacados del Ejecutivo en defender la Brexit.
La salida de uno de los grandes veteranos de la formación, que llegó a dirigir entre 2001 y 2003, llevó a los conservadores a airear los trapos sucios por los platós de televisión y las portadas de los periódicos, ya que sus desde entonces rivales políticos han atribuido el movimiento a su interés por adquirir libertad para la campaña por romper con Bruselas. Un notable sector de los conservadores, por el contrario, considera que la maniobra está más relacionada con el objetivo de desarmar las posibilidades de George Osborne de tomar el relevo de Cameron.
La carrera por el liderazgo
Y es que a la incomodidad generada por las medidas en política social entre un amplio sector del partido se suma la apertura oficiosa de la carrera por el liderazgo del partido, después de que, semanas antes de la cita con las urnas, Cameron decidiese avanzar que este segundo mandato constituiría su último lustro en Downing Street. Sólo él conoce el verdadero trasfondo de su decisión, pero resulta difícil ignorar el desgaste de la campaña del referéndum sobre la permanencia en la UE no sólo para los suyos, sino sobre todo ante una cada vez más polarizada sociedad británica.
La primera consecuencia de su promesa es que aumenta el sentido de urgencia por materializar los compromisos de un programa por el que Cameron quiere ser juzgado. En los próximos cinco años se juega no sólo la credibilidad financiera de un Reino Unido que aspira a concluir mandato con superávit, sino su propia continuidad en los Veintiocho e, incluso, el futuro del Partido Conservador. El reto, sin embargo, ha demostrado ser mayor de lo esperado hace doce meses, cuando la euforia de la mayoría absoluta había transmitido una imagen de unidad que no tardó en resquebrajarse.
Uno de los aspectos más preocupantes de esta evolución es que ya no se reduce a la dicotomía de un partido marcado por la división en materia de Europa y la delicada cohabitación de corrientes que albergan desde el liberalismo conservador al ADN más genuinamente tory. Si algo ha demostrado esta legislatura hasta ahora es que las diferencias se reparten a lo largo de toda la pirámide orgánica.
Frente a la bicefalia que había caracterizado los años de Tony Blair y Gordon Brown en Downing Street, la tenencia de Cameron encuentra escollos en la práctica totalidad de las facciones que componen el partido, desde los colectivos rurales y urbanos, a los sectores más centristas. Por ello, ante un mandato que inevitablemente quedará marcado por el veredicto del 23 de junio, el primer ministro está obligado a sellar las fugas de la formación e intentar cerrar las heridas que el referéndum ya ha generado en un Gobierno necesitado de cohesión.